Revista D

Prodigio de la pintura

Ojos, toreros, ángeles y volcanes rodean su mundo creativo.

El maestro Rodolfo Abularach (1933) es uno de los máximos representantes de la plástica nacional. (Foto Prensa Libre: Álvaro Interiano)

El maestro Rodolfo Abularach (1933) es uno de los máximos representantes de la plástica nacional. (Foto Prensa Libre: Álvaro Interiano)

La sala de la casa del maestro Rodolfo Abularach (1933) se ha convertido en un amplio estudio. Resaltan varias de sus obras de gran formato, por medio de las cuales es posible determinar sus distintas etapas creativas: cristos, abstractos, toreros, ojos, ángeles y volcanes, entre otras.

Dibujante, pintor, escultor y grabador, a sus 81 años Abularach sigue vigente y activo. Su reciente exposición en la galería El Túnel mostró una selecta serie de pinturas con sus enigmáticos ojos. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York, ciudad donde vivió por más de 50 años, se exhibe una de sus obras. En esa metrópoli residen sus dos hijos.

Caballeroso y sencillo, con una memoria prodigiosa para recordar fechas, el artista repasa sus inicios tempranos en el arte, sus raíces palestinas, su lucha por encontrar un estilo propio, lejos del terruño y comparte sus próximos proyectos.

Su primera exposición fue a temprana edad.

Me encantaba pintar desde muy pequeño. Vivíamos en la 6a. calle de la zona 1, y en una oportunidad pasó por allí Mario Alvarado Rubio, entonces profesor de la Escuela de Bellas Artes y amigo de mi padre, quien lo invitó a ver mis trabajos. Alvarado se entusiasmó mucho. Tanto que ayudó a organizar mi primer exposición junto con Rodolfo Galeotti Torres, entonces director de la Escuela. Yo tenía 14 años (1947) y la exhibición tuvo como sede la Sala Nacional de Turismo, sobre la Sexta Avenida.

¿Qué plasmaba en sus pinturas de aquella época?

Empecé con motivos taurinos. Mi papá construyó la plaza de toros, entonces llamada Plaza Sevilla, en Jocotenango. Me enfermé gravemente y durante mi convalecencia me llevaba afiches y fotos de las corridas.

¿La crítica fue favorable?

Sí, me sacaron un par de artículos en El Imparcial, donde me llamaron “niño prodigio”. Aconsejaban a mi padre que me mandara a Europa, pero él prefirió que terminara el bachillerato en el colegio San José de los Infantes.

Su ascendencia es palestina.

Sí, mis abuelos, Natalio y Antonio, vinieron a Guatemala en 1893. Mis padres eran primos, pidieron permiso a Roma para unirse en matrimonio. Por eso mis apellidos son: Abularach Abularach Abularach Gabriel. Así que soy pura sangre… tenían miedo que fuéramos a salir locos.

¿Qué piensa del actual conflicto entre Israel y Palestina?

Mientras no se pongan de acuerdo ambas partes —Palestina e Israel— este conflicto será eterno. Es una injusticia que no hayan fundado un Estado palestino.

¿Estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas?

Alvarado Rubio me llevó para estudiar, pero en realidad me puso un libretón de papel periódico y me decía: “Demostrales cómo se dibuja”, y yo todo asareado. Pero en realidad solo estuve por un mes.

¿Cómo fue su formación?

Soy totalmente autodidacta. Compré libros de perspectiva, estética y arte moderno. Se me hizo un maremoto en la cabeza, hasta me estaba enfermando tratando de entender eso. Así que decidí entrar a la recién fundada Escuela de Arquitectura (1954) y de Artes Plásticas por un par de meses. Ensayé arte moderno. En aquella época pinté de todo. Salía con Humberto Garavito, Miguel Ángel Ríos e Hilary Arathoon. Con ellos aprendí figura humana, retratos. Salíamos al campo, a los pueblos, etcétera.

El dominio de la técnica clásica fue importante para llegar a la abstracción.

Es completamente cierto. Me gustaban mucho los maestros del pasado. Hice copias de Vermeer, Rembrandt, Rubens y Velásquez. Sin tener los originales. Se me fue la confusión y empecé a soltarme e improvisar arte moderno. Aunque trataba de sacarlas de mi interior. Uno trae influencias de los demás pintores. En mi caso fueron Carlos Mérida y Pablo Picasso.

De sus etapas creativas, ¿con cuál se queda?

Todas, hasta los toreros. Mucha gente cree que solo he pintado ojos y toreros. Están los infiernos y la serie de ángeles caídos de grandes dimensiones.

¿De dónde salen los ojos y por qué?

De lo abstracto. Fue en la etapa de 1956 a 1968 cuando empecé a pintar ojos. Estaba en Los Ángeles, California, haciendo círculos concéntricos, emanaciones, y me presentaron unas piezas litográficas de 36 x 24 pulgadas. Trabajaba con cuadrados, cuando empecé con círculos, luego a variar y de repente salió un ojo. Es un centro. Empecé a dividirlo en series de 6 —30 x 30 cm—, tres paneles. Eran muy geométricos, no naturales. Años después, nada forzado, salió el ojo con aspectos más naturales y surrealistas. ¿Por qué me quedé tanto allí? Porque podía variar usando la misma imagen.

Hay quienes consideran que se volvió una obsesión.

Es muy difícil. Si usted toma una imagen y la empieza a desarrollar puede pasar toda una vida en esta. El ojo me atrajo. Quizá inconscientemente estaba interesado en el centro y sus posibilidades infinitas, pero esto lo puede hacer con cualquier trabajo. Lo que pasa con ellos es que hay algo especial. Es una imagen única, simple, tiene connotaciones religiosas, psicológicas y estéticas. La misma civilización se ha basado en el ojo.

¿Le impactó la Gran Manzana?

Es una ciudad aplanadora, obviamente me impresionó muchísimo. Otro becado en esa época (1958) no se adaptó. Siempre tuve nostalgia por el terruño, la familia, los amigos, pero mi entusiasmo por el arte me mantuvo. Lo único que me interesaba era pintar.

¿Tiene una rutina de trabajo?

No, no soy Cezanne. También el escultor uruguayo Julio U. Alpuy era muy disciplinado para trabajar. Yo tuve etapas en las que necesité cargarme de energía para proseguir, pues tuve momentos de depresión cuando no me salía lo que pensaba. Pasé por etapas bastante difíciles en ese sentido. No fue una creatividad suave o tranquila; trataba de encontrarme con un sello muy personal, ir más allá de las influencias de mis primeras etapas. Ese período de la década de 1960 fue bastante complicado. Coincidió con mi casamiento. Sin embargo, mi primera exposición en Nueva York (1961) fue de relativo éxito, pues tuve comentarios positivos y vendí obras. En cierta forma tuve éxito.

Estaba en una etapa de búsqueda.

Sí. Fue curioso porque ahí estaba mi fuerte. En 1971 simplifiqué las formas y me quedé con tres elementos: el círculo, cuadrado y pirámide. Con estos empecé a investigar. Era como tratar de llegar al punto primario, discriminando elementos hasta quedar en cero; semejante a la obra Blanco sobre blanco, de Kazimir Malévich.

¿También es virtuoso de la guitarra?

Desde patojo. Un tío me pagó con su guitarra; me encantaba. Antes de ir a Nueva York cantaba y tocaba. Dimos algunas serenatas y me entusiasmé con el flamenco, de hecho recibí clases en Washington con el griego Sófocles Papas, quien me hizo ver que tenía una gran facilidad. Conseguí un método para tocar guitarra flamenca y así practicaba.

¿Sigue pintando?

Me gustaría producir más, pero he estado demasiado ocupado con un taller que empecé desde que regresé a Guatemala en el 2005. Mi hermano me ha dejado usar la sala de su casa, pues construyo un espacio que tendrá tres áreas de exposición y dos talleres, en la zona 16, el cual espero quede terminado el próximo año. Lo estoy decorando en memoria de los abuelos, por eso tiene estilo árabe. He sacado moldes; es un trabajo bastante absorbente y ambicioso. Creo que se me fue la mano.

¿Se considera una persona bendecida?

Estoy muy contento con todo. Incluso con esos momentos de frustración en los que no sale lo que uno quiere La satisfacción es grande, pero no suficiente para sentarme en mis laureles. Seguiré trabajando hasta el fin de mis años. Lo más lindo que hay es olvidarse un poco del mundo y todas sus atrocidades y entrar en un espacio creativo.

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