Vida

El apoyo leal y fiel enriquece el espíritu

En la adultez deben revitalizarse los valores que fueron heredados en la niñez y juventud. En esta etapa también se debe evitar que las influencias externas afecten la práctica de las buenas costumbres morales y éticas, especialmente cuando están de por medio los integrantes de la familia.

El germen de los valores se multiplica en la familia.

El germen de los valores se multiplica en la familia.

La aplicación diaria de los valores mantendrá al adulto en una perspectiva sana de la vida, al igual que en un mejor desempeño de las relaciones interpersonales, expone la psicóloga Mercedes Rodríguez.

“Los adultos tenemos que afrontar el gran desafío de revitalizar y transmitir un legado de valores que los niños y jóvenes de hoy puedan integrar, aplicar y hacer trascender a través del tiempo”, explica la psicóloga clínica y terapeuta transpersonal Vivian Solís.

Algunos valores para la realización personal y colectiva son el respeto, la justicia, la responsabilidad, la alegría, la lealtad, la autoestima, la gratitud, la generosidad, la cooperación, la empatía y el amor, añade Solís.

Cómo se practican

La alegría se siembra en el seno familiar, donde se procura que los integrantes cooperen entre sí en la superación de obstáculos y dificultades, así como en compartir logros y éxitos.

La autoestima se aprende en familia y es la capacidad de apreciar la luz personal, valorarse y aprender a aceptarse y amarse.

El respeto se practica al llegar siempre puntuales al trabajo y al no emplear el tiempo para asuntos personales sin relevancia, al acatar las leyes de tránsito y al respetar a otros conductores, así como a los compañeros de trabajo. También se debe respetar a la pareja, al tomar siempre su punto de vista como importante, al escuchar a los hijos y dar valor a lo que expresan. Hay que respetar la visión sobre las cosas, la privacidad, las decisiones, las creencias y los sentimientos.

La responsabilidad supone un alto grado de compromiso con las personas o las instituciones para las que se trabaja; el compromiso va aunado con la lealtad y la sinceridad. Hay que recordar que los adultos adquieren compromisos de trabajo, matrimonio y paternidad, que se convierten en la capacidad para dar felicidad y protección a quienes los rodean, refiere Rodríguez.

La fidelidad no solo se refiere a no cometer adulterio, sino también a ser honesto con la institución donde se trabaja, al no hablar mal de ella y no ausentarse con base en mentiras.

“Debemos ser fieles a nuestros ideales y no cambiar constantemente de objetivos sin nunca materializar ninguno de ellos. La fidelidad va de la mano con la congruencia, que consiste en hacer coincidir lo que decimos con lo que hacemos”, añade Rodríguez.

La integridad es la capacidad de pensar, sentir y actuar; es la búsqueda de la perfección en todas las acciones que se emprendan. En este valor se involucra la honestidad, al actuar siempre de manera correcta, así como la rectitud, seriedad y sinceridad con la que se maneje la comunicación con los demás, y la confiabilidad para saber lo que se dice y lo que se calla.

El sentido de pertenencia, la comprensión y el respeto son valores puestos en práctica con la pareja y la familia. Cobran relevancia en el seno del hogar pues las personas dejan su habitual individualismo y se asumen como parte de un sistema, dice la psicóloga Neicy Bailey.

La creatividad se manifiesta en las diferentes formas en que las personas aseguran las fuentes de subsistencia y en las estrategias aplicadas para la educación de los hijos, dice Bailey.

Es importante que las acciones se orienten hacia aquello que cause satisfacciones a largo plazo, añade Bailey.

Los valores favorecen el bienestar en quienes los practican y hacia quienes se dirigen, apoyando el cuidado y perpetuación de la vida, producen satisfacción y contribuyen a trascender como parte de una familia, agrega Solís.

Historia fraternal

Lisa anhelaba que este fuera su día afortunado, pues había instalado su carretilla de hot-dogs en una feria con la que esperaba aumentar sus ventas. La acompañaba, como siempre, Karen, su sobrina de 3 años, a quien su hermana, Carlota, le había dejado antes de irse a Estados Unidos hacía un año.

Elisa se hizo cargo de la niña a quien le prodigaba amor y cuidados,  pese a sus limitaciones. Carlota solía enviarle ayuda económica los primeros meses, pero luego no supo más de ella.

La mujer temía que le hubiera pasado lo peor. Su consuelo era  que al menos Karen estaba segura a su lado, aunque muchas veces le preocupaba qué vida le esperaría a la pequeña si algo le pasara a ella. No conoció a su padre, su madre había muerto hace algunos años y su hermano, Érick, un exitoso hombre de negocios, se alejó de ellas.

 Elisa debió trabajar desde muy  joven para que  Carlota pudiera seguir estudiando. Sus hombros estaban acostumbrados a cargar con la responsabilidad de velar por alguien de su familia. Pese a que no había concluido sus estudios, Elisa luchaba con tesón desde su sencillo oficio.

Con el viento de suerte que soplaba a su favor, la feria tenía afluencia de personas. En un momento que  afanada atendía a sus clientes, vio pasar  a su hermano. Lo reconoció a pesar de que estaba bastante cambiado luego de 10 años de no verlo. Él la miró sorprendido y le hizo un gesto despectivo al darse cuenta de cómo se ganaba la vida.

Elisa sintió cómo un puñal atravesó su corazón al recordar cómo de niños  se querían y ahora, de adultos, eran como dos desconocidos. Pero reaccionó y se concentró en lo que era parte de la realidad, ganar un dinero adicional para celebrarle el cuarto cumpleaños a su sobrina, que pronto se acercaba.

Y así fue. El domingo no sacó su carretilla y se dispuso a hacer los preparativos. Ese día recibiría la satisfacción de ver sonreír a Karen. Había invitado a la piñata a varios vecinos y a sus hijos, pero también inesperadamente se presentó un personaje forastero.  Llevaba debajo del brazo un portafolio, se le acercó a Elisa con una mirada de extrañeza y le mencionó  su nombre y apellido. “Sí, yo soy, ¿deseaba algo?”, le preguntó a su vez Elisa. “Resulta que su madre dejó un testamento en el que estipula que usted, Carlota y Érick heredaron una casa grande, la cual pueden conservar o vender a su antojo”, le dijo el abogado. Elisa, asombrada, no daba crédito a lo expuesto, porque  las tres vidas habían transcurrido en  forma paralela sin nunca haber coincidido. “Vea, no sé dónde pueda localizar a Carlota y a Érick. El único familiar con quien vivo es mi sobrina”, le explicó la mujer. El hombre se retiró y le  prometió una pronta respuesta.

Al cabo de unas semanas, le llamó el abogado para reunirse. Acudió a la cita y su estupor no le permitía dar crédito a lo que veían sus ojos. En el bufete estaba Carlota y Érick. La primera había vivido todo este tiempo de manera holgada en Estados Unidos y se había olvidado de su hija, pero había regresado por la herencia. “Su madre me dejó esta nota y luego de leerla, queda en ustedes la decisión que tomarán”, les dijo. “Hijos, siempre traté de educarlos de la mejor manera, pero fueron ustedes quienes construyeron sus vidas. La lealtad de la infancia jamás debe extinguirse. La herencia de la casa solo es un pretexto para que se reencuentren, pero lo que en verdad jamás deberá separarlos es el amor. El fuego que me otorgó la vida me alcanzó para encender sus tres vidas por igual y de ustedes depende que la mantengan viva al vivir bajo un mismo techo”. Los tres hijos soltaron un llanto fraternal y prometieron nunca más separarse.

ESCRITO POR:

Brenda Martínez

Periodista de Prensa Libre especializada en historia y antropología con 16 años de experiencia. Reconocida con el premio a Mejor Reportaje del Año de Prensa Libre en tres ocasiones.