TIEMPO Y DESTINO

Mentiras sobre la criminalidad

Luis Morales Chúa

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Otra de las objeciones veinteañeramente tardías a la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera, firmado en diciembre de 1996, es que, después de ese acto, solemne “la criminalidad en Guatemala se duplicó”. Nada más falso que eso.

Sucedió lo contrario. La criminalidad disminuyó en los años que siguieron al cese definitivo de la guerra y cuatro años después principió de nuevo a crecer, no por la llegada de la paz, sino por otras circunstancias de la vida nacional, unas preexistentes y otras sobrevenidas, como consecuencia de la corrupción administrativa generalizada.

De lo que ha ocurrido en Guatemala en cuanto a la tasa de violencia se ocupan, entre otras entidades, una oficina especializada de Naciones Unidas, fuente a la que acuden todos aquellos que buscan información objetiva sobre causas, desarrollo, naturaleza cambiante o permanente de la violencia criminal y los sistemas para combatirla.

La ONU informa anualmente a las naciones que actualmente la integran, los pormenores del fenómeno criminal que padece la Humanidad, examina los resultados de las políticas públicas y recomienda procedimientos que pueden ser más eficaces en cuanto a la defensa de la sociedad, las imperativas obligaciones del Estado en la prevención del delito y el ejercicio del derecho punitivo normado por la legislación nacional.

Entre los variados informes que pueden ser tomados como fuentes informativas confiables figuran los titulados Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos y Justicia Juvenil y Derechos Humanos en las Américas, preparados y divulgados por agencias específicas de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos.

Una de las causas del aumento de la criminalidad en la región —apuntan— ha sido la política de mano dura, puesta en práctica en varios países latinoamericanos, incluido el nuestro, porque los gobiernos “restaron apoyo a planes de prevención y favorecieron la aparición de escuadrones de la muerte”.

Esos equipos de asesinato, una de las armas de la represión oficial, comenzaron a operar en Guatemala, organizados, sostenidos y pagados por el Gobierno, en 1960, treinta y seis años antes de la firma de los Acuerdos de Paz, y debieron desaparecer en 1996 como obligación adquirida por el Estado. Pero, esto no sucedió y, contrariamente, se han extendido a determinadas municipalidades.

Es por ello que en los estudios sobre delincuencia, violencia y terrorismo en Guatemala, la opinión internacional es unánime en el sentido de que aquí los elementos de mayor rango en la expansión del crimen se concentran en los tres organismos del Estado.

En la base causal figuran, además, el narcotráfico, el robo de automóviles, la trata de personas, especialmente niños, las pandillas juveniles, las bandas criminales de adultos y el abundante bandidaje y raterismo comunes integrados por delincuentes que operan individualmente, o en pequeños grupos en los cuales figuran policías.

Y fue necesario el paso de los años para desvelar en toda su extensión la captura de la maquinaria estatal por el crimen organizado. ¿Cómo? En primer término, por las frecuentes sentencias —inapelables— de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado de Guatemala, tribunal que se integra con siete juristas de la más alta autoridad moral, de reconocida competencia profesional en materia de derechos humanos. En segundo término, por la acción de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala que, en cooperación con el Ministerio Público, ha puesto al desnudo la cruda realidad de la corrupción en todos los rincones del poder político. En tercer término —no por último menos importante— por un repunte multitudinario acción ciudadana, de las actitudes heroicas de algunos jueces, juezas, magistrados y magistradas, que a riesgo de su seguridad han aplicado rigurosamente la ley a delincuentes poderosos. Hay, pues, un despertar nacional contra la delincuencia, posibilitado por los Acuerdos de Paz.

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