LA ERA DEL FAUNO

“A los malos les va bien, a los buenos, mal”

Juan Carlos Lemus @juanlemus9

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No sé los de ahora, pero los libros ejemplares de antes, para escolares, describían un mundo contrario a la realidad de quienes los leíamos. Tenían ilustraciones con un niño modelo bien peinado, de pantalones cortos, corbata, calcetines blancos y zapatos de charol. Así jugaba, con corbata. Tenía un perro que corría junto a él por un campo con riachuelo y muchas flores. “Dani corre con su perro”, era la lección.

También, había una niña con un vestido amarillo —del mismo color que sus cabellos, atados a un lindo moño rosado— que ceñido desde arriba de su cintura le caía holgado debajo de las rodillas, sobre las calcetas blancas. Usaba zapatos de charol, de trabita. El niño y ella tenían amigos. Los hombres jugaban pelota. Ellas, con sus muñecas.

Eran obedientes, limpios, religiosos, bellos, según los cánones de belleza ensartados en aquellas historias breves con paseos y aventurillas. Por medio de esos modelos, a los niños nos ilustraban cómo era la vida, la belleza, qué era correcto y cómo las buenas acciones tenían sus recompensas. Pero aquellas enseñanzas contrastaban con nuestra realidad. Apenas cerrábamos el libro de texto y nos veíamos: pequeñitos, negritos y peludos. Algunos iban descalzos. Había niños con hambre, muy pobres. No sabíamos cómo conciliar aquella enseñanza con nuestra situación, pero nos callábamos para no contradecir. ¿Cuál era la realidad y cuál la ficción? Se nos fortaleció la autonegación y la negación del otro: el racismo, la discriminación.

Ante esa confusión callábamos porque se nos decía que la boca solo se abría para pedir perdón, dar las gracias o pedir permiso a los mayores, que también eran impecables. Si nuestras madres eran del mercado, sirvientas o amas de casa, si nuestros padres andaban rotos, era nuestra fantasía, no la del libro.

Aquel tipo de enseñanza era universal. Algo semejante sucedía en el mundo. En Estados Unidos, para burlarse de esa fantasía, Mark Twain creó un cuento memorable que tituló Historia del niño malo (The Story Of The Bad Little Boy. 1865). Contravino la moralidad de los textos ejemplares en los cuales, según él, “los niños malos casi siempre se llaman James”. El de su historia se llama Jim. Es un niño mentiroso, perverso, abusivo, patán, antipático, grosero de lenguaje, odioso, negligente, una desgracia de persona: se roba las manzanas; se come la jalea y llena el frasco de brea para que su madre la escupa cuando la pruebe; le roba al profesor; le roba el arma a su padre y sale a cazar; cuando le ladra un perro, por ladrón, le da un ladrillazo; le pega un puñetazo a su hermanita; huye y regresa borracho. De adulto, mata a su familia.

Pese a que de niño fue todo eso y de adulto criminal, cuenta Twain que contrariamente a lo que dicen los libros ejemplares, todo le sale bien: nada malo le sucede por sus actos; no recibe castigo escolar ni legal, ni divino; en lugar de eso, se vuelve rico a punta de estafas y fraudes. La vida lo gratifica con un alto puesto en el gobierno.

¿Le suena familiar? Cuánta razón tiene Borges al decir que al universo le gusta la duplicidad. El tal Jim de Twain, ese canalla, el más pérfido de su pueblo, es gobernante —según las traducciones, “legislador”, “alcalde”, “miembro del Concejo” —en el original: belongs to the Legislature—. Para el caso, da lo mismo.

La moraleja es que los textos moralizantes mienten y que, en la vida real, a los malos les va bien y a los buenos mal. Es punzante Twain. A decir verdad, de las sociedades depende imponer la realidad a su ficción y arrancar de tajo la falsa moralidad de sus gobernantes.

@juanlemus9

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