EDITORIAL

2.23 millones de razones para abordar desafío

El déficit de vivienda es un viejo desafío del desarrollo cuyo abordaje ha tenido enfoques parciales que, salta a la vista, no han conseguido resolverlo. A este rezago han contribuido el crecimiento poblacional, las brechas socioeconómicas, la discontinuidad en la gestión del problema, la falta de pertinencia geográfica o cultural, la discordancia de cifras de diagnóstico de necesidades y, por infortunio, el omnipresente flagelo de la corrupción.

La recurrencia de argumentos politicoides, electoreros y demagógicos es un ruido de fondo, puesto que las políticas del gobierno de turno, ya sea central o municipal, con frecuencia toman rumbos clientelares y no se enfocan en soluciones integrales. Baste ver algunos proyectos habitacionales impulsados por algunas alcaldías con el fin de obtener votos fieles, los cuales resuelven un problema inmediato de allegados, pero a menudo excluyen a otros sectores, tanto o más necesitados, a la vez que tienen impactos ambientales y urbanísticos colaterales.

Por otra parte, el manejo de recursos de instituciones y fondos para la vivienda ha estado salpicado por las adjudicaciones con dedicatoria, con lo cual los fondos asignados no van directa y exclusivamente al apoyo de familias, sino que se van quedando en manos de constructoras vinculadas a funcionarios o diputados de turno. El riesgo de saqueo es doble, pues no solo se impone el virus de la comisionitis, sino que se expande a deficiencias constructivas de las unidades habitacionales, con materiales de baja calidad, reducción de dimensiones y otras tretas.

Mientras tanto, el déficit resulta ser mayor de lo previsto, porque de acuerdo con nuevas formas de evaluación propuestas por la Comisión Económica para América Latina, además de contabilizarse la carencia total de un inmueble familiar, abarca todas las construcciones que no reúnen las condiciones mínimas de salubridad, dignidad y seguridad. La falta de servicios esenciales como agua, electricidad y drenajes figura también como un aspecto deficitario y es ahí donde la cifra del déficit alarma: 2.23 millones de unidades.

Esto supera las estimaciones oficiales previas, que no coinciden entre sí: mientras el Censo de Población de 2018 arrojó un déficit de 1.3 millones, la Encuesta Nacional de Empleo e Ingresos de ese mismo año lo situó en 1.6 millones. En todo caso, el nuevo criterio dispara el indicador de precariedad, lo cual no debe verse como un alarmismo ocioso sino como la oportunidad de afrontar el problema.

Los desastres sísmicos y climáticos han contribuido a agravar esta situación, pero es aquí donde cobra relevancia la falta de una política nacional de vivienda que impulse la realización de proyectos inmuebles y que además regule normas constructivas y establezca criterios de zonas de habitabilidad. La falta de ordenamiento territorial o su carácter tardío, así como la falta de recursos económicos, han conducido a la ocupación de áreas vulnerables.

Este tema debe abordarse desde una perspectiva proactiva y por ello valdrá la pena evaluar los resultados de acciones como el anuncio del Fondo de Hipotecas Aseguradas, con un aporte de Q50 millones, para permitir el acceso a créditos a personas de la economía informal, con ciertos requisitos, en el entendido de que una vivienda es una noble aspiración familiar que puede ser facilitada en concurso con el esfuerzo personal. Justo ahí radica una de las convicciones que puede ser clave para revertir el déficit: la aspiración de dar a los seres amados una vida más digna.

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