EDITORIAL

Burocracia creciente es una bomba de tiempo

El bullicio preelectoral, que al calor de los discursos eufóricos llega a sonar como plena campaña, siempre enciende —e incluso depende de— expectativas clientelares de lograr un cargo, un puesto o una plaza en alguna dependencia del Estado. Lo más lamentable es que a muchos seguidores ni siquiera les importa en dónde los coloquen, siempre y cuando queden en nómina. La historia ha exhibido repetidos casos de diputados que cobran subrepticiamente un destajo por cada allegado ubicado, donde sea, sin mayor aporte al país y a costa de los recursos pagados por los ciudadanos.

Una ringlera de presidenciables ha repetido el ofrecimiento de depurar el aparato público, de optimizar el costo de funcionamiento de ministerios y dependencias y hasta de plantear en el Congreso una nueva ley de servicio civil, ya que la actual data de hace medio siglo. Sin embargo, una vez en el cargo, el ofrecimiento se desvanece en medio de excusas y ruidos distractores, puesto que deben colocar a cuanta gente puedan, tanto del partido como de aquellos grupos bisagra que venden votos a cambio de favores.

Cuando recién iniciaba el actual gobierno, el ministro de Trabajo, Rafael Rodríguez, fungía como director de la Oficina Nacional de Servicio Civil y en su momento anunciaba como prioridad el planteamiento de una nueva ley para regir la contratación de talento humano en el Estado. No obstante, al ser designado titular de la cartera, pasó página. Hoy, cuando restan 516 días al mandato de Alejandro Giammattei, no hay ninguna iniciativa en discusión y mucho menos en agenda del Legislativo. En febrero de este año la actual directora de Onsec publicitaba como logro, en el sitio digital de la entidad, una reedición de la misma ley caduca.

“La Ley de Servicio Civil es obsoleta y aplicada discrecionalmente. Muchas instituciones logran saltar la misma, estableciendo remuneraciones al servidor público fuera de rango y lejos de la realidad nacional, hay muchos ejemplos de ello”. El entrecomillado se debe a que tal descripción figura en el “plan de innovación y desarrollo” impulsado por el hoy mandatario, en el cual se ofrecía reducir el desbalance burocrático para priorizar la inversión social.

En 20 años se ha quintuplicado la burocracia y no es que se critique la contratación de personas para servir en el Estado, sino las metodologías de admisión, las plazas adjudicadas a dedo y la invención de dependencias anodinas para expandir la agencia de empleos. En el 2018 había 209 mil 899 empleados públicos, en el 2020 eran 225 mil y en la actualidad van 234 mil contratos. Tal crecimiento vegetativo pone de manifiesto que no existen mecanismos efectivos para supervisar la calidad del desempeño, y en caso de que los haya, surgen sindicatos que hacen inviable la desvinculación de personal innecesario.

Uno de los trucos manidos es la contratación de perfiles bajo el renglón 029 como una vía que permite ganar tiempo y efectuar negociaciones que conduzcan a la inclusión en nómina permanente. El término “servidor público” pasa a ser un cascarón que no siempre implica atención de calidad a la ciudadanía o reunir las capacidades necesarias para el desempeño de cargos. Esta discrecionalidad a la cual abona una ley desfasada constituye una bomba financiera para el Estado de Guatemala. El aumento burocrático se vuelve insostenible, pero los precandidatos presidenciales, ediles o legislativos ya amarran apoyos con base en plazas, aunque en buena parte sean inútiles.

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