EDITORIAL
Calamidad sobre calamidad
El ciclo de impactos climáticos sobre el territorio guatemalteco y países adyacentes comienza desde el primer fenómeno atmosférico. Los efectos de la tormenta tropical Amanda impactan en El Salvador y también en el oriente de Guatemala, con súbito desborde de ríos y el consecuente impacto en comunidades que se ven prácticamente inermes frente al poder de la naturaleza. En esta ocasión, a diferencia de sucesos ciclónicos, el impacto climático —que ojalá no se extienda por mucho tiempo— bien puede considerarse una calamidad sobre calamidad, pues golpea a pequeñas comunidades que, sin duda, padecen el efecto económico de las medidas de restricción sanitaria contra el coronavirus, sobre todo a través de la ausencia total de turismo en áreas costeras y la caída en la actividad económica de centros urbanos.
Así también hay que sumar las pérdidas inmediatas de muebles, aparatos eléctricos, alimentos y animales de corral; los costos a mediano y largo plazo que comprometen la mejora económica familiar, así como el desarrollo y la calidad de vida de las comunidades. Es precisamente por ello que con cada fenómeno climático de este tipo se insiste una y otra vez en la necesidad de actuar sobre tres frentes: uno, el de la prevención, consistente establecer nuevas políticas de conservación ecológica y boscosa que figuran entre los factores que más predisponen a las crecidas de ríos. En segundo lugar están los planes de contingencia y rescate que son ejecutados de con bastante celeridad por cuerpos de socorro y soldados. El punto débil suelen ser los lugares de refugio para los pobladores que por lo regular son precarios y que en la actual circunstancia sanitaria debe evitarse a toda costa que se conviertan en áreas de contagio.
Ha sido recurrente alrededor del mundo que durante los días de confinamiento se resalte la recuperación en la claridad del agua en ciertas regiones, la reducción en las emisiones de gases contaminantes y la inusual presencia de diversas especies de fauna en parques nacionales, como una nota contrastante con los altos costos humanos y económicos de la pandemia.
En los últimos 20 años, Guatemala ha perdido miles de hectáreas de masa boscosa a causa de la tala, las rozas, el avance de la narcoganadería y también de una frontera agraria sobre suelos cuya vocación es eminentemente forestal. Los esfuerzos gubernamentales no han sido los más adecuados ni los más enérgicos; si bien hay algunas capturas y decenas de incendios extinguidos cada año, a la siguiente época vuelven a ocurrir, en un círculo vicioso y absurdo que carcome el patrimonio natural, altera cada vez más los ciclos de lluvias y deja a los territorios sin la barrera forestal clave contra vientos y tempestades.
Es curioso, pero la tormenta tropical Ágatha, que tantos daños causó al país, entró al territorio nacional un 30 de mayo, hace 10 años. Mucho se habló de prevención, mucho se prometió en cuanto a acciones climáticas y hoy el deterioro es mayor, simplemente porque los gobiernos relegan el tema, pero también los ciudadanos. El cuidado ambiental es tarea de todos y debe ser un compromiso, con acciones concretas, inculcado desde las aulas. Sin embargo, a veces ni siquiera la amenaza ciclónica parece suficiente motivo para aplicar con rigor las leyes ambientales. Si en plena pandemia aún existe gente negacionista o que se aglomera en mercados, pese al riesgo inminente para su propia salud, ¿qué se puede esperar si le dicen que su futuro y el de sus hijos puede depender a largo plazo en sembrar un árbol o cuidar un manglar?