EDITORIAL

Culpar a otros es una peligrosa salida

Lejos estaba el presidente de Estados Unidos, Donald Trump —y puede que aún lo esté—, de imaginar que un germen, ínfimo, microscópico, pero fuera de control, se pudiera convertir en la enorme roca que dificulte el camino a una reelección que parecía llano, seguro y despejado hace apenas dos meses. En aquel momento la mayoría republicana del Senado decidió cerrar el proceso de destitución impulsado en su contra por supuesto abuso de autoridad y obstrucción al Congreso, acusaciones que podían leerse a mediados de febrero como un desesperado intento o un delirio electorero demócrata ante la inexpugnable buena fortuna y la aparente confirmación del destino manifiesto del mandatario más poderoso del planeta.

Con el paso de los días se alinea la perspectiva de fechas que exhiben la displicencia con la cual la administración Trump abordó la amenaza del coronavirus. Hace apenas un mes, el 10 de marzo, el mandatario le restaba importancia a la enfermedad y la comparó con una gripe común. Se refirió a ella para tratar de contener los temores que aquel día derrumbaron los mercados de Nueva York, obviamente más enfocados en concretas previsiones globales del avance del covid-19.

Tres días después, el 13 de marzo, el tono cambió y se anunciaron las primeras medidas de emergencia, pero para una potencia global con miles de vuelos diarios ya era tarde. En aquel momento había 546 casos y 22 decesos. Hoy los infectados superan los 586 mil y van 22 mil fallecidos. El presidente asumió un discurso más cercano a un estado de Guerra que a una emergencia sanitaria; aludió a la Segunda Guerra Mundial para comenzar a denominar al coronavirus como el “enemigo invisible”.

Pero poco a poco afloran las advertencias que el Centro de Control de Enfermedades (CDC, en inglés) habría dado en enero, al igual que otras proyecciones de asesores y rivales políticos. Trump ha comenzado a buscar a quien culpar, señalar y desacreditar por la debacle. Sin embargo, ni la narrativa seudobélica, ni las acusaciones y ni siquiera el endoso de la culpa al chivo expiatorio de los migrantes parecen funcionar. Las encuestas comienzan a poner a Joe Biden, quien aún no recibe la nominación demócrata, en un virtual empate estadístico.
Trump no ha sido el único presidente de línea autoritaria cuya popularidad se ha visto infectada. El brasileño Jair Bolsonaro también recurrió a la negación de la enfermedad, a la simplificación de un desafío científico y a acusar a la prensa de alarmista. De hecho estuvo en riesgo de contagio durante una visita a Miami aquel 13 de marzo, en la cual fue homenajeado por el alcalde de Miami, que luego dio positivo. Aun así, el señor Bolsonaro se ha resistido a imponer medidas de restricción. El presidente mexicano, Andrés López Obrador, también sostuvo un discurso en el cual soslayaba el evidente avance de la pandemia mientras el clamor generalizado de su país era que impusiera medidas sanitarias de contención.

Puede continuar la lista de mandatarios que relativizaron la amenaza, sea por razones económicas, políticas o de imagen, y que por lo tanto intentaron disfrazar cifras o dosificar la información. La misma China, bajo un régimen autoritario, es señalada de no revelar las verdaderas cifras de casos y muertes, un fenómeno que parecen emular en pequeña escala Corea del Norte, que afirma no tener ni uno solo, o Nicaragua, cuyo presidente no aparece en público hace más de un mes y donde se reporta apenas una decena de casos.

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