EDITORIAL

Deleznables crímenes contra civiles

¿Quién se acuerda del aniquilamiento de los armenios?, preguntó con sorna, en 1939, el ignominioso canciller nazi Adolf Hitler para burlarse y menospreciar los reclamos suscitados por la invasión a Polonia, con cuantiosas ejecuciones de civiles. Se refería a la muerte de miles de cristianos armenios, deportados en 1915 por el Imperio Otomano hacia territorio sirio. Hombres, mujeres y niños murieron en el forzado éxodo y otros fueron ejecutados.

La agresión contra Polonia fue mortífera, pero uno de sus sobrevivientes, el abogado judío Raphael Lemkin, se dedicó a buscar justicia por aquel atropello. Fue él quien acuñó el término genocidio como un delito internacional, de lesa humanidad: un atropello deliberado y sistemático que se ha repetido a lo largo de la historia, encabezado regularmente por autócratas, cegados por la megalomanía, la ambición o por odios enfermizos que apuntan en dirección de un grupo religioso, étnico o nacional. Hitler ordenó el exterminio de los judíos, Milosevic arremetió contra los bosnios en la década de 1990; en Ruanda, el gobierno hutu mató a decenas de miles de pobladores tutsis en 1994, y en Guatemala se debate aún si durante el gobierno de Efraín Ríos Montt, entre 1982 y 1983 hubo un plan contra el pueblo ixil en el contexto del conflicto armado interno.

Los casos anteriores suenan a pasado, a historia superada, pues en varios de ellos hubo condenas en cortes internacionales contra exgobernantes y perpetradores. Desgraciadamente, ese horror vuelve a estar frente a los ojos del mundo en la ciudad de Bucha, Ucrania, en donde fueron hallados cadáveres de civiles sepultados en fosas comunes, por lo cual el gobierno local denuncia un posible genocidio. Rusia niega cualquier responsabilidad u orden emitida al respecto.

Es necesario acotar que la definición de genocidio no implica, como algunos aseveran, la intención de acabar de un solo golpe con una nación, puede ser un conjunto de acciones encaminadas a dañar la vida de un grupo o comunidad para desintegrar sus medios de existencia o dañar la pervivencia de sus indicadores lingüísticos, culturales o religiosos.

No cuesta suponer tal intención de la invasión ordenada por Vladímir Putin, perpetrada unilateralmente hace poco más de un mes bajo afirmaciones ultranacionalistas, etiquetas ideológicas y total irrespeto a las normas internacionales de convivencia. Se ha pedido un panel internacional de investigación para determinar la posibilidad de crímenes internacionales. Pudo tratarse de abusos cometidos por fanatismo, prejuicio u odio focalizado de ciertos integrantes de las fuerzas de ocupación. Si hubo o no algún tipo de orden o instrucción superior, será parte de la pesquisa.

De lo que no hay duda alguna es de los funestos resultados del acicateo de polarizaciones, resquemores dogmáticos e intolerancias egolátricas que llegan a infectar aparatos de seguridad. Aun en el caso de no confirmarse un genocidio en territorio ucraniano, las vidas segadas son irrecuperables, el sufrimiento infligido es imperdonable y las consecuencias del resentimiento resultante, impredecibles. Se necesita de un redoblado rechazo internacional a la invasión rusa, pero también a cualquier forma de agresión contra ciudadanos civiles. La fotografía de cuerpos de ucranianos hallados en fosas recuerda los peores años de la guerra guatemalteca, pero también los recientes hallazgos, en serie, de cuerpos envueltos en plásticos en la desolada ruta de Santa Lucía Los Ocotes, zona 25. Las muertes violentas merecen repudio aquí y en Ucrania.

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