EDITORIAL
Desfasada pantomima electoral va al fracaso
Es unánime el rechazo de gobiernos democráticos de todo el continente hacia la burda farsa montada por el tirano Daniel Ortega y su conviviente con el objetivo de dar validez supuestamente legal y democrática a una reelección sin contrincantes, sin libertades y bajo el ojo delator de un aparato militar y policial que ya no protege a la ciudadanía, sino a los adláteres del dúo dictatorial. Más fuerte que este repudio internacional es el silencio airado, profundo y elocuente de ese 80 por ciento de nicaragüenses que se abstuvo de acudir a las urnas.
En su arrogancia, todos los autócratas, de todos los colores, de todos los discursos, de todos los pretextos, de todas las latitudes y de todas las maniobras se olvidan de que llegaron al poder enarbolando ofrecimientos de cambios que nunca ocurrieron y adquiriendo voluntades a un costo cada vez mayor. Llegado el momento, cuando el cobro de la renta del poder se eleva, comienzan las rencillas, vienen las rupturas con aliados que ya no son útiles y solo les queda, en su debilidad, el uso de la violencia, la represión, las amenazas, secuestros, asesinatos y, en este caso, encarcelamientos, bajo cargos nimios, de opositores a los que tienen verdadero pavor de enfrentar en comicios libres.
Si Ortega lleva 14 años en el poder, con apariencias de legalidad pero con creciente uso de la fuerza, quiere decir que el actual cuadro nicaragüense no se gestó en una semana ni en tres meses, ni siquiera desde 2018. El proceso de copar, desvirtuar y pervertir instituciones, poderes y funciones del Estado se fue desarrollando de manera premeditada y a menudo con el apoyo de grupos que hoy están defenestrados pero que en su momento cedieron a ofrecimientos convenencieros.
Cierto es que los gobiernos anteriores a la toma del poder de Ortega fueron auténticas decepciones, verdaderos nidos de podredumbre y saqueo. La clase politiquera le sirvió el país en bandeja de plata a un demagogo y megalómano, una confluencia desgraciadamente común en toda la región que la hace susceptible al contagio de artimañas dictatoriales disfrazadas de institucionalidad. Gavillas de indolentes se aglutinan alrededor de oscuros intereses, pactos viscosos y ambiciones corrompidas.
Querer vender la democracia a cambio de ofrecimientos infundados de competitividad es hacer las de Judas. Querer defender una estadía estéril y fraudulenta en el poder bajo invocaciones a Dios y a discursos teocráticos es una blasfemia y a la vez una falacia que solo compran y se tragan quienes se benefician de tal fariseísmo. Querer validar tácitamente la estadía de Ortega, como lo hacen México, Argentina o el mismo gobierno de Guatemala, con su resistencia a condenar claramente el fraude, es un reflejo de las propias tendencias a la intolerancia, a la concentración de poder y al favoritismo de queridos allegados: todos síntomas que ya se han visto a lo largo de la historia y que siempre acaban mal.
Las sanciones contempladas en la Ley Renacer, aprobada bicameralmente en EE. UU. y solo pendiente de sanción por parte del presidente Joe Biden, no serán leves y tendrán un efecto directo en bienes, comercio y flujos de capital nicaragüense. Ortega aún confía en el apoyo de Rusia y China, pero puede salirle más caro de lo que pueda pagar. Además, la norma tiene un alcance extensivo, es decir que también puede configurarse en contra de grupos y funcionarios de la región que intenten emular los criminales despropósitos y miopes totalitarismos sandinistas.