EDITORIAL

Inocentes padecen el mal uso del poder

La tradición popular tornó la solemnidad del martirio de los Santos Inocentes de Belén, que el santoral romano conmemora cada 28 de diciembre, en ocasión de humor, de bromas, chanzas y novatadas. Tales algazaras reciben por ello el nombre de “inocentadas”, pero más allá de su carácter cordial o irreverente, subyace la tragedia de la masacre de una veintena de niños menores de 2 años por orden de Herodes, tetrarca de Galilea, quien temía perder su poder a causa del nacimiento de un nuevo rey en Belén, según lo anticipaba la profecía. Codicia, soberbia y envidia se conjuntaron con la ira cuando los magos de Oriente no regresaron a decirle al gobernante dónde hallaron al rey que fueron a adorar. Enfurecido, ordenó la matanza mientras el Niño Jesús y sus padres ya iban camino del exilio en Egipto.

El paso de los tiempos y las tradiciones culturales dividen reacciones: unos recuerdan tal tragedia con ánimo de contrición, mientras otras lo toman con escepticismo, según la filiación religiosa, las convicciones, la formación y el libre albedrío. Sin embargo, pese a todo, los elementos de ese suceso evocan dinámicas del uso del poder.

El ejercicio de todo poder público está obligado a garantizar derechos, propiciar el desarrollo y ayudar a los más desfavorecidos, pero aun así, bajo su sombra se perpetran acciones dañinas, omisiones culposas o abusos que impactan en la vida de decenas, cientos, miles de inocentes. Guatemaltecos de todas edades se han visto afectados por despropósitos y necedades, a veces disfrazadas de legalidad, pero carentes de fondo, sentido y valor ético. Asignarse un aumento abusivo de sueldo, repartir bajo patrones clientelares bienes comprados con fondos públicos o relegar la educación por pactos lesivos son algunas de tales atrocidades.

Cabe señalar que no fue solo Herodes el culpable, sino también una horda de cortesanos aduladores y sus esbirros, quienes ejecutaron la brutal orden. Sus nombres, así como los de sus víctimas, quizá no se registraron, pero sin duda tuvieron una presencia, una identidad, y la posibilidad de negarse a ser parte de un crimen.

Se supone que las administraciones públicas de hoy ya no son despotismos ilimitados ni monarquías autócratas. En Guatemala existe una Constitución que invoca a Dios, supremo bien. Es por ello lógico que al momento de existir manejos oscuros del erario, proyectos plagados de deficiencias, mal desempeño de un cargo, amaños, discrecionalidades o simples incumplimientos de ofertas electorales siempre debe existir alguien moralmente culpable sobre quien debe caer la ley vigente. Y si los entes encargados de tal indagatoria y persecución no se empeñan en lograrlo, toman el lugar de accesorios en esta historia.

En Guatemala abundan, por infortunio, casos de malos usos del poder conferido por el pueblo, que puede y debe reclamar responsabilidades. Por ejemplo, a quienes han retrasado por más de tres años la elección de cortes, a quienes recortan fondos a entidades de servicio a mujeres víctimas de violencia, a quienes mantienen en la mediocridad el sistema educativo público, a quienes compraron vacunas anticovid bajo secreto en condiciones inmanejables, a quienes propiciaron el fraude de Odebrecht u otras obras, a quienes pudieron salvar vidas de niños con desnutrición pero usaron los recursos en otra cosa, a quienes contratan plazas fantasma o a quienes quieren acallar a periodistas críticos se les puede considerar émulos de Herodes. Y no es broma.

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