EDITORIAL
Legalizar transfuguismo no lo hará decente
El transfuguismo legislativo fue, es y seguirá siendo, en esencia, una traición a los electores, una estafa a la voluntad ciudadana expresada en urnas y una herramienta clientelar que desvirtúa la función de un diputado como representante de una comunidad que vota por un símbolo político, por determinado ideario y por discursos proferidos en tarimas, medios de comunicación y redes sociales. La ciudadanía no es tonta, pero desafortunadamente tuvo que presenciar, a lo largo de tres décadas, entre 1986 y 2016, el comportamiento incoherente, superficial, irresponsable, errático y convenenciero de numerosas camadas de congresistas.
El camaleonismo político no engaña a nadie ni logra mimetizar los afanes ególatras. Por más que se argumente en favor del transfuguismo como un supuesto “derecho”, como una herramienta de negociación o incluso como una estrategia de defensa de principios personales, en el caso del Congreso guatemalteco no ha sido sino una moneda de cambio, un alquiler de camisetas usadas a conveniencia, y en última cuenta, una burla a los votantes.
En 2016, gracias a la presión ciudadana y al repudio generalizado a la politiquería barata, los diputados aprobaron reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos que sancionaban esta práctica discrecional.
No poder presidir comisiones y con ello no poder manipular iniciativas a sabor y antojo eran consecuencias lógicas, justas y necesarias. Dejar para el último año de legislatura la posibilidad de cambiar de bancada sonaba incluso como a una libertad innecesaria, toda vez que los diputados juran, con aire contrito y mano levantada, cada cuatro catorce de enero, representar con fidelidad a sus electores: mentira.
Si tanta es el ansia de avalar legalmente esta práctica antiética, no será en favor de una mejor representatividad o de un trabajo más responsable. Si aún sin transfuguismo el actual Congreso, plagado de depurables, ha sido capaz de pactar venales arreglos, de gastar tiempo en banalidades y de proseguir irresponsables omisiones tales como la elección de nuevos magistrados de la Corte Suprema de Justicia y salas de Apelaciones, ¿qué no harían si estuviese vigente el trasiego de curules? Si tanto es el afán de abandonar un vehículo político con el cual se pregonaron discursos y ofrecimientos, si tanta es la dignidad absoluta que invocan para salirse de un sitio del cual reniegan, lo que debería facilitárseles a los diputados es la dimisión total para que sea ocupada por otro integrante de la misma organización. Si los congresistas fueron tan lábiles como para aceptar una opinión consultiva constitucional que rechazaba la posibilidad de voto nominal y no por listados nacionales o distritales prefabricados y prepagados, ¿por qué se les va a otorgar la libertad individual de cambiarse de bancada o de inventarse nuevas agrupaciones? Así surgieron deleznables grupos cómo el extinto partido Líder.
El propio Tribunal Supremo Electoral, con su penosa discrecionalidad, tiene responsabilidad en este nuevo intento por validar una práctica inmoral. La pueden legalizar, pero eso no la hará decente ni respetable. Entre los impulsores de esta oficiosa reforma hay partidos que ya deberían estar extintos pero el TSE mantiene vivos. No hay que buscar mucho para encontrar los intereses de la vieja política, con toda su sarta de artimañas. Es lamentable que, en lugar de cumplir sus obligaciones como aprobar una nueva ley de servicio civil, de infraestructura, de aguas o de competencia, los diputados se afanen en urdir chapuzas leguleyas.