EDITORIAL

Libre expresión estorba a los déspotas

Los autoritarismos solo tienen un signo. Más allá de los discursos y las excusas, indefectiblemente les representa intolerancia. No hay ideología o posición en el espectro político que sea capaz de justificar ética y racionalmente cualquier ejercicio egocéntrico del poder, el cual, paradójicamente, va acompañado por camarillas de aduladores y adláteres convenencieros. Pasó en Venezuela, bajo múltiples justificaciones falaces, y hoy se paga con hambre. Lo mismo ocurre en Nicaragua y otros países. La fobia a la crítica es inherente a los aprendices de dictador, no se diga a los sátrapas consumados como Nicolás Maduro o Daniel Ortega. La tinta libre les enerva, la palabra disonante les atormenta y los reclamos de democracia les atemorizan.

Aquí mismo en Guatemala hay pequeños grupos que de dientes para afuera condenan, pero en el fondo avalan, las tropelías ortegozas —calificativo que fusiona el apellido del dictador y el de aquel a quien derrocó pero emula hoy, Anastasio Somoza—. Existen intereses económicos y también la necesidad de asegurarse un lugar de asilo, tal como lo han hecho varios prófugos guatemaltecos. Es suprema tentación para sus ínfulas el solo hecho de imaginar la posibilidad de maniatar a la prensa independiente, de acallar los repartos de responsabilidades sobre tantos rezagos como el lesivo negocio de las vacunas. Afortunadamente, el artículo 35 constitucional es sólido, bien fundamentado, y por ello bastión del estado de Derecho.

Lamentablemente, en otros países, en donde la institucionalidad ha sido barrida por euforias populistas que después devienen en pesadillas despóticas, se cometen asedios económicos, se impulsan cercos legales y ahogamiento económico en contra de los medios que señalan las ilegalidades, la conculcación de derechos y también la corrupción de las roscas de turno.

Los medios que efectúan periodismo de investigación son estigmatizados e incluso llegan a ser objeto de restricciones, tal como lo denuncia la Sociedad Interamericana de Prensa respecto de la expulsión, en El Salvador, del periodista mexicano Daniel Lizárraga, cuyo permiso de estadía fue revocado y a quien no se le otorgó la visa de trabajo bajo el supuesto de que no había acreditado su profesión como comunicador, algo para lo cual basta escribir su nombre en un buscador de internet a fin de encontrar sus trabajos previos, entre los cuales se encuentra la trama de una casa que fue literalmente obsequiada al anterior presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, por parte de contratistas del Estado.

De alguna manera no extraña la hostilidad, la inquina y la aversión a las opiniones críticas, pero ello no la hace menos deplorable, pues la Libre Expresión es una garantía ciudadana, un derecho de usted que lee este texto, de sus hijos, de sus vecinos, de sus compañeros de trabajo, y no solo de los periodistas. Si bien a su amparo se cobijan hasta los netcenteros pagados por grupos anonimistas o incluso por entidades del Estado, es este bastión democrático el que les permite difundir sus diatribas en contra de determinadas personas incómodas o sus oficiosos, coordinados y repetitivos laudes hacia figuras de turno en el poder, mediante cuentas de redes sociales que pasan meses muertas y repentinamente cobran vida. Es por ello que los gobernantes autócratas le temen tanto desde los albores del siglo XX, han tratado incluso de escribir su particular versión de la historia, y sin embargo la verdad sale a relucir.

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