EDITORIAL

Murieron hermanos nuestros en Chiapas

No hay tragedia ajena en el desesperado éxodo por buscar un mejor horizonte, a falta de oportunidades en el propio país, sobre todo en la provincia, donde el Estado está prácticamente ausente. Familias guatemaltecas están enlutadas hoy por la muerte de hermanos, padres, hijos. Hay sobrevivientes hospitalizados, en estado grave, tras el mortífero accidente en Chiapas. También habrá migrantes ilesos que continuaron el viaje antes de ser detenidos, para intentar seguir la ruta al Norte, la única esperanza que tienen, aunque sea infundada, distante y peligrosa.

Otra caravana avanza por territorio mexicano, país que en el año ha deportado a más de 82 mil 600 guatemaltecos, muchos de los cuales quizá han sido devueltos más de una vez. El promocionado combate del coyotaje puede tener alguna incidencia en la efectividad de los intentos por burlar los controles fronterizos, pero no implica la disuasión. Miles de adultos y de menores no acompañados, familias también, se lanzan prácticamente solos a cruzar lo desconocido. Se enfrentan a exacciones, amenazas de pandillas y carteles, violaciones e incluso asesinatos impunes, probablemente debido a que la desesperación y la precariedad pueden más que el miedo.

Para colmo, el infortunio. En el caso actual, una posible colisión que devino en el desprendimiento del furgón del tráiler en el cual viajaban hacinados un centenar de centroamericanos. 53 muertes confirmadas. La mayoría viaja sin documentos, lo cual hace más difícil la tarea de identificar a las víctimas. Las autoridades mexicanas se comportan a la altura de las circunstancias, brindando socorro y a la vez expresando sus condolencias a las naciones de origen.

Porque en la tragedia de la migración no hay extraños, solo hermanos, por nacionalidad o por humanidad. Ese hombre que va cargando un infante bajo el sol, esa mujer embarazada, ese adolescente que no vislumbra opción en su municipio van en la caravana o quizá aún se encuentran en alguna localidad del país, esperando el momento para lanzarse a una odisea incierta.

Sucesivos incumplimientos gubernamentales, vacías disputas politiqueras que interrumpen procesos promisorios, abismales rezagos en el desarrollo humano y estrambóticas macrocefalias urbanas que ya de por sí obligan a migraciones internas se vieron críticamente agravadas por el impacto económico de la pandemia. Los anuncios de crecimiento productivo son alentadores, pero no dejan de ser cifras ininteligibles para quienes precisan hoy de un empleo estable o para quienes ven hoy a sus niños con hambre.

Estados Unidos puede destinar programas y fondos para frenar la migración, pero son los Estados, en su sentido más amplio, los llamados a replantear agendas gubernamentales consecutivas, misiones institucionales y visiones compartidas a fin de acabar con absurdas pugnas polarizantes e inútiles prácticas clientelares que solo prolongan el hambre, la precariedad y las demagogias. El dolor por la muerte de 53 migrantes, entre quienes se cuentan guatemaltecos, puede y debe experimentarse con empatía y solidaridad. No hace falta poner banderas a media asta si por detrás prosiguen las mismas prácticas confrontativas, intolerantes y opacas de hace cuatro décadas. El ciudadano puede solidarizarse con el vecino necesitado, condolerse con el coterráneo que haya perdido a un familiar en este suceso. La autoridad está obligada a cumplir con lo que ofreció.

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