EDITORIAL

Nicaragua y la burda tolerancia a los tiranos

Ayer se escribió una nueva página negra en la historia de Centroamérica. Con la mirada silenciosa, casi cómplice, de los países del Istmo, Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo prestaron juramento para seguir siendo los mandamases de Nicaragua, un país cuya sociedad fue fracturada por ellos, donde la gente aspira a emigrar, donde en los últimos años se ha producido la fuga de talentos más grande registrada, donde cualquiera que piense distinto y lo haya manifestado se ha marchado o ha sido perseguido y hasta encarcelado. Un país donde hay más de 160 personas presas injustamente.

Los tiranos asumieron en medio de sanciones y presiones de Estados Unidos y la Unión Europea, emitidas ayer, pero con el apoyo de China, Rusia, Corea del Norte, Irán, Cuba, Venezuela, México y Argentina. Además de la decepcionante clase política centroamericana representada por los salvadoreños Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén, el saliente presidente hondureño Juan Orlando Hernández y el exmandatario guatemalteco Vinicio Cerezo.

Empiezan su quinto mandato, cuarto al hilo, con más de 40 opositores, periodistas y críticos del gobierno que fueron detenidos entre junio y diciembre del 2021, incluidos siete potenciales rivales de Ortega en las elecciones de noviembre del 2021. A ese grupo se suman otras 120 personas que están encarceladas por haber participado en las protestas del 2018, cuya represión dejó 355 muertos y más de cien mil exiliados.

Pero Ortega y Murillo no llegaron solos a este punto. Como apuntan diversos críticos del régimen nicaragüense, durante más de 10 años hubo abundancia de tolerancia hacia ellos. Se les permitió cambiar la Constitución, los estatutos que intentaban mantener un ejército profesional, tomar el control del poder electoral, del poder judicial y de la policía y, en resumen, cambiar las leyes con las que se fue destruyendo la institucionalidad. Muchos sectores no se oponían a esos designios; desde los grandes capitales, las clases medias y las clases populares no aprobaban la centralización del poder, pero les parecía que, si era el precio por vivir tranquilos, lo aceptarían. Salvo la oposición de algunas voces, que entonces eran vistas como disidentes, nadie dijo nada.

Pero el descontento se fue acumulando, y estalló en el 2018 con protestas, y la angustia de perder el poder los desenfrenó y decidieron atacar a su propio pueblo, y desde entonces no han dejado de hacerlo, incapaces de reconocer que perdieron el rumbo hasta el punto de, como señalan varios periodistas nicaragüenses, depender del estado de humor con el que se levanten Ortega o Murillo.

Las sociedades latinoamericanas e incluso aquellas del llamado primer mundo y cuyas democracias hasta ahora no parecían ser frágiles tienen en Nicaragua la posibilidad de pocos: ver lo que ocurre si no se defiende la democracia. ¿Y cómo se protege la democracia? Como apuntó en un reciente ensayo el politólogo chileno Fernando Mires, “la democracia no existiría sin las instituciones sobre las cuales reposa. De tal manera que lo que hemos de defender quienes nos adherimos al ideal democrático de vida, no es a principios abstractos, sino a instituciones muy concretas: el parlamento y sus partidos, el poder judicial y sus jueces, el poder electoral y sus tribunales, el ejército y sus armas y, no por último, la Constitución y sus leyes”.

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