EDITORIAL
Ochenta años de granito
Prácticamente inadvertida pasó el 10 de noviembre último la conmemoración de los 70 años de inauguración del Palacio Nacional, hoy de la Cultura, el edificio de gobierno por excelencia y que alguna vez albergó a la Presidencia y todas las dependencias ministeriales. Subsiste la polémica acerca de su origen y significado, pues fue construido durante una de las tantas dictaduras que marcan la historia del país. En efecto, fue inaugurado en la misma fecha del onomástico de Jorge Ubico, quien gobernó el país entre 1931 y 1944.
Pero más allá de etapas historiográficas, es necesario resaltar el peculiar conjunto monumental que encierra un inigualable tesoro de arquitectura, escultura, pintura, vitrales, ebanistería, cerámica y herrería. A lo largo de sus corredores es posible encontrar detalles exquisitos que evocan amor a la nacionalidad multicultural guatemalteca, alusiones a la historia prehispánica e hispánica, y alegorías siempre vigentes de los grandes valores fundacionales de la República.
Cada gobernante que ha pasado por esos recintos ha escrito con letras de oro, o de lodo, sus logros o desmanes, según sea el caso. Pero independientemente de eso, sigue incólume la tarea constructiva y creadora de los arquitectos liderados por Rafael Pérez de León, que reunieron a una pléyade de artistas guatemaltecos para crear una joya monumental cuyo encanto se palpa en cada detalle.
Los murales de Alfredo Gálvez Suárez, los vitrales de Julio Urruela, las esculturas de Carlos Rigalt y Rodolfo Galeotti Torres engalanan ambientes y exaltan a Guatemala en una oda que alcanzó ya las siete décadas. Artistas jóvenes de aquella época que brillarían durante la primavera democrática contribuyeron a la realización de esas visiones estéticas. A menudo se señala a varias escenas representadas en el Palacio Nacional como una idealización, una reinterpretación poética o una utopía, pero, en efecto, la patria es siempre la aspiración a una mejor convivencia, a un desarrollo humano constante y a una trascendente simbología que una a los guatemaltecos por encima de las diferencias de criterio.
A lo largo de varios gobiernos se ha buscado la mejora y la recuperación de espacios del palacio nacional. Su pinacoteca es una preciosa e insustituible exhibición de prodigiosas manos que plasmaron la creatividad nacida en esta tierra. Quizá debería ser, con más frecuencia, escenario de exhibiciones de arte nacional e internacional, a fin de enriquecer el diálogo, la inspiración y el intelecto. Lamentablemente, en lugar de eso, este edificio del pueblo también ha sido epicentro de sectarismos, polarizaciones y exhibiciones de poderes egolátricos.
Los errores están allí, también los desmanes ordenados desde los muros de concreto decorados con placas de granito verde. Pero también desde este “guacamolón” se han decretado mejoras sociales, se han instituido valiosas autonomías y se han lanzado nobles iniciativas. A la larga se trata solamente de un edificio cuyos detalles estéticos y magnificencia pétrea deben conducir a mayores ideales de atención a la ciudadanía. No debería ser un espacio insonorizado, sino, por el contrario, una tribuna para aprender a escuchar y a servir.