EDITORIAL
Potencial y riesgo de las criptomonedas
Aunque el concepto de las criptomonedas se describió teóricamente desde la década de 1980, mediante unidades monetarias producidas a partir de lenguajes digitales encriptados, no fue sino hasta 2009 que surgió la primera de ellas, el bitcóin, lanzada por Satoshi Nakamoto, seudónimo de una persona o grupo creador del protocolo de programación. Al principio parecía una cuestión de ciencia ficción o un experimento tecnológico, pero a pesar de su volatilidad, fuertes caídas, surgimiento de otras criptomonedas y de carecer de reconocimiento oficial, el bitcóin se cotizaba ayer a US$38 mil 900 por unidad. En 2021, El Salvador fue la primera nación en reconocerlo oficialmente como una divisa.
Queda claro que ninguna criptomoneda precisa de una autoridad central, pero sí de un sistema de codificación generado por un grupo de programadores del cual depende la creación de nuevas unidades, que no son físicas, sino criptográficas, pero que pueden ser intercambiadas, compradas y vendidas, conjunto de transacciones de las cuales deviene su valor. Para muchos sigue sonando incomprensible esa creación monetaria, pero no solo continúa cotizándose, sino que se han multiplicado las denominaciones como litecoin, ethereum, ripple o dogecoin, entre otras.
Ese mismo carácter arcano y desregulado es el que poco a poco ha convertido a las criptomonedas en un apetecido medio de carteles de narcotráfico para blanquear y movilizar subrepticiamente millonarias sumas de dinero de actividades ilegales, según advirtió apenas ayer la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (Jife) de la ONU. A ello se suman bandas de trata de personas, contrabando y otros delitos.
Sin satanizar este medio de pago, que podría llegar a tener alguna vez un estatus regulado, no está de más suponer que así como lo utilizan oscuros grupos criminales, también puedan figurar entre sus compradores y tenedores los delincuentes de cuello blanco o aquellos individuos que se enriquecen a costa de la corrupción. Las leyes contra el lavado de dinero bancario son cada vez más estrictas y los sistemas de supervisión informática permiten detectar movimientos anómalos, voluminosos o inusuales, lo cual obliga a los facinerosos a concentrar enormes cantidades de efectivo y a buscar la forma de trasladarlo. Las criptomonedas, sin mayor supervisión que el grupo que las codifica, se convierten entonces en una vía de movilización de grandes fortunas.
Como coincidencia, China lanzó en enero su propia moneda informática, el yuan digital, y el presidente de EE. UU., Joe Biden, acaba de ordenar al Departamento del Tesoro que analice la viabilidad del dólar digital, para poder ingresar en ese entorno de unidades de valor. La diferencia en estos dos casos es que existen bancos centrales que respaldarían la emisión y circulación, con lo cual aún quedan sin responder las dudas sobre una mayor regularización oficializada del bitcóin y homólogos.
En todo caso, el gran riesgo radica en que las denominaciones digitales se conviertan en auténticos paraísos para el lavado de fondos manchados de sangre y corrupción. Hace décadas que nos movemos en una economía en la cual a veces, literalmente, no se ven los billetes o monedas físicos porque se paga mediante montos respaldados por transacciones bancarias, pero se necesitan leyes actualizadas y marcos de control global para que los avances no se tornen en barreras o exclusiones para las empresas, los países y los ciudadanos de a pie.