EDITORIAL
Problema individual desafía a la sociedad
El 27 de agosto último, un conductor detuvo su vehículo a la mitad del puente El Incienso, en medio del barullo cotidiano. Descendió, trepó la malla de seguridad y se lanzó al vacío, una trágica escena que lamentablemente se ha repetido en ese mismo tramo pero también en otros lugares, con variantes de circunstancias pero el mismo desenlace fatal. Por política editorial, Prensa Libre no publica noticias referentes a suicidios o aparentes suicidios, para evitar cualquier explotación de morbo, fomento de conductas autodestructivas o incluso para no entorpecer eventuales investigaciones de las autoridades respecto de decesos en estas circunstancias. Sin embargo, por tratarse de un motivo de preocupación social y por convocarse cada 10 de septiembre la Jornada Mundial para la Prevención del Suicidio, impulsada por la ONU, tratamos este tema.
Al consultar a expertos en Psicología y Psiquiatría sobre las causas de esta clase de conductas, las explicaciones suelen confluir en la preexistencia de estados depresivos, a menudo producto de factores físicos o antecedentes traumáticos, que se combinan con otros como situaciones críticas que detonan una sensación de desesperación individual que aparentemente no permite otra salida, aunque siempre la haya con el debido apoyo emocional y profesional.
Es precisamente en este punto que se encuentra una de las claves para poder atajar estos cuadros de alteración psíquica. Desafortunadamente, las circunstancias agobiantes de la pandemia de coronavirus han originado lo que la Organización Mundial de la Salud denomina como “la otra pandemia”, en referencia a los trastornos de salud mental a través de cuadros depresivos, episodios de ansiedad y ataques de pánico, que figuran entre los padecimientos que pueden llegar a ser incapacitantes de no ser tratados.
No es necesario que una persona llegue al extremo de atentar contra su vida para que reciba atención psicológica o psiquiátrica especializada. Lamentablemente existen limitaciones económicas que con frecuencia impiden el acceso a tratamientos privados, y en el Estado la provisión de esos servicios sigue siendo limitada, sobre todo porque se priorizan otros padecimientos, esencialmente físicos, y con la pandemia la situación vino a agravarse. Según estadísticas recientes, la depresión, la ansiedad y el estrés postraumático afectan a uno de cada dos guatemaltecos, en grados a menudo leves, casi imperceptibles, pero no por ello menos importantes. A nivel global, la depresión se ha convertido en una de las primeras causas de ausencia laboral. La pobreza, falta de oportunidades, dificultades afectivas, problemas familiares o conyugales, percepciones erróneas de la paternidad o un entorno hostil pueden empeorar cuadros crónicos, por lo cual es necesario trazar estrategias de mayor apoyo y solidaridad social.
Con frecuencia, la mayor barrera es el silencio. Se trata de un problema individual que se calla por temor al qué dirán. El sentido de victimización actúa como un catalizador de potenciales crisis. Por ello el primer paso es perder el miedo a pedir ayuda. Las familias son el primer nivel de atención a estas fragilidades; las comunidades religiosas pueden ser otra esfera de ayuda, pero sin duda alguna se debe fortalecer la estrategia pública de atención a la salud mental, para brindar a las personas la oportunidad de redescubrir su valor, apreciar su potencial, enfocar la vida con esperanza y confianza en las capacidades propias para superar con dignidad los retos en la vida.