EDITORIAL

Pulso de potencias

Sin querer sonar alarmistas, el devenir de los roces entre Ucrania, Rusia y las potencias integrantes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otán), encabezadas por Estados Unidos, marcará un nuevo horizonte geopolítico, ojalá a través de la vía del diálogo pacífico y no del belicismo. No obstante, los indicios son preocupantes: traslados de armamento, movimientos fronterizos de tropas rusas y advertencias tajantes que contrastan con llamados a mantener la cordura.

Cierto es que Ucrania está a unos 10 mil kilómetros de Guatemala, pero un eventual conflicto bélico, a estas alturas de la historia, de la pandemia y de la globalización económica causaría enormes efectos económicos, así como implicaciones políticas de las cuales sería difícil permanecer totalmente neutrales. Para entender esta aguda coyuntura, es necesario remontarse a diciembre de 1991, cuando Rusia, Bielorrusia y Ucrania se declararon repúblicas independientes y marcaron con ello el fin de la Unión Soviética, superpotencia antagonista de EE. UU. durante la llamada Guerra Fría.

Ucrania, poseedora de vastas regiones de fértil agricultura, fue una de las joyas del régimen comunista cuya capital era Moscú. La precaria economía y la desmoralización no permitieron, sin embargo, mayor reacción ante la pérdida de tal territorio, en el cual habita una minoría prorrusa. Además, no existía mayor interés ucraniano por plegarse a la Unión Europea o a la Otán, como sí lo hay ahora.

El 2014 fue un parteaguas, puesto que el presidente Víctor Yanukovich impulsó una agenda fuertemente ligada a Rusia, que generó protestas ciudadanas y que aceleró su destitución. Tras ese suceso, Rusia se anexionó la península de Crimea, declarándola como históricamente propia, pese a que pertenecía a Ucrania. El mundo protestó, pataleó, pero finalmente tal arrebato de territorio se “legalizó” a través de un referendo.

Este suceso incrementó el interés de los gobiernos ucranianos por integrarse a la Unión Europea o al menos lograr acuerdos de asociación comercial, algo que Vladímir Putin considera como la ruptura de viejos compromisos. Ya en el 2008, EE. UU. impulsó la idea de integrar a Ucrania y Georgia a la Otán, lo cual no prosperó, pero dejó suspicacias y temores.

Las posturas europeas varían en intensidad, desde los contingentes de equipo enviados por el Reino Unido hasta la cautela de Alemania, país que tiene fuerte dependencia del gas natural ruso. Francia mantiene la conversación con Putin, pero Ucrania ve con temor los ejercicios militares de hasta cien mil efectivos a lo largo de su frontera. Terceros, como China, advierten a EE. UU. de abstenerse de cualquier intervención armada ante una temida invasión rusa a su vecino del oeste.

Este es el momento en el cual la función de la Organización de Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad se hace crucial para evitar cualquier conflagración. Lamentablemente, las ambiciones de un caudillo intolerante y populista ponen nuevamente en vilo a la humanidad. La exacerbación de nacionalismos es un peligroso recurso que sale a la larga muy caro, puesto que trae muerte, destrucción y división entre hermanos humanos.

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