EDITORIAL

Reforma electoral sigue encallada y el TSE igual

Hay dos acepciones de encallar en el Diccionario de la Lengua: “Quedar detenida una embarcación al tropezar con arena o piedras” o “Quedar detenido un proceso debido a dificultades o problemas para su desarrollo”. Claramente es la situación en la cual se encuentran las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, que surgieron con la finalidad de depurar el aparataje partidario, obligar a reportes detallados de cuentas de financiamiento y gastos, así como asegurar la democratización interna de procesos, tres aspectos a los cuales la politiquería actual se resiste.

Si se prosigue por el lado metafórico del encallaje, se puede afirmar que una camarilla de marineros que no son dueños del barco pero se creen propietarios del mismo se han confabulado para darle un rumbo errático a la nave; es decir, a la agenda legislativa, con la clara finalidad de favorecer ciertos temas de su conveniencia y rehuir otros, tales como la reforma electoral. Entre ambigüedades, vacíos y leguleyadas, los cambios continúan sin llegar a puerto seguro.

Las primeras reformas electorales se desarrollaron entre 2015 y 2016, ante la presión del clamor ciudadano. Las primeras modificaciones condujeron, entre otras cosas, a la proscripción del transfuguismo, que todavía les duele a los politiqueros y a caudillismos desfasados que prefieren un sistema político anacrónico, desobligado, opaco y sujeto a caprichos de la vieja política. La segunda generación de cambios electorales, largamente relegada, igual que la elección de Cortes, debe conducir a una mayor exigencia de cuentadancia, de inclusión y pluralidad en los mecanismos de selección de candidatos e incluso viabilizar la nominación individualizada de aspirantes al Congreso, o sea el fin de los listados prefabricados de diputados. Dicha transformación se encuentra encallada en un cieno de clientelismo, venta de candidaturas y conflictos de interés.

La mejor evidencia de este manipuleo interesado puede observarse en el comportamiento complaciente, lábil, laxo, del Tribunal Supremo Electoral, ente que se quedó prácticamente tullido desde su designación, en marzo de 2020, para lo cual se contó con la aquiescencia de los integrantes del pacto oficialista. Solo así se explica la inclusión de un magistrado que dijo ser doctor en Derecho y no lo era, pero sigue allí; de un exministro del gabinete del anterior partido oficial señalado de financiamiento ilícito y cuya supresión aún no se cumple; de una exvicepresidenciable cuya cercanía con el anterior proceso electoral y la vigencia del partido que la postuló generarán a futuro un conflicto de fidelidades.

Las primeras figuras presidencialoides comienzan a promocionarse tácitamente, acciones que pueden ser excusadas de manera legalista pero que desde el punto de vista ético son cuestionables. Corresponde a las autoridades electorales hacer cumplir la norma, pero están encalladas. Desde el inicio de su gestión frenaron todos los procesos de cancelación de partidos, incluyendo casos como el de la Unión del Cambio Nacional, que sigue vigente y es gran aliado del oficialismo, pero su fundador está preso en EE. UU., confeso de narcotráfico, un ilícito que es el gran “corruptor”, según declaró el presidente Giammattei, ayer, en ese país.

Hace pocas semanas se intentó despenalizar el transfuguismo para permitir a los diputados de partidos sancionados y en inexorable extinción mudarse de colores, lo cual representaría un retroceso aún mayor al observado durante los dos años de encallamiento politiquero.

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