EDITORIAL
Reiterada y letal advertencia climática
Los mismos cuestionamientos y también los mismos enunciados de intenciones, medidas “urgentes” y planes de prevención se vuelven a mencionar, con diferencia de fechas y de eventos, cada vez que un desastre climático asuela al territorio centroamericano. Somos altamente vulnerables a este tipo de sucesos, pero también padecemos de un alto nivel de olvido cuando pasa la emergencia. Otras prioridades aparentemente más urgentes se superponen a los intereses gubernamentales y comunitarios.
Desafortunadamente, con cada pérdida de vidas y bienes, con cada impacto sobre la producción agrícola y daños a la infraestructura vial, los países como Guatemala también pierden valiosas posibilidades de competitividad, altos costos de oportunidad y recursos que, por lo regular, son restados a los planes de desarrollo. El precio aumenta por efecto de la inflación histórica, pero sobre todo a causa de los sobrecostos acarreados por la ineficiencia burocrática de gobiernos cada vez más poblados y la falta de transparencia que suele acompañar los procesos.
La depresión tropical Eta tenía de por sí un nombre de obvia connotación nefasta —similar a una antigua organización terrorista—, como un presagio de su poder destructivo. Ha causado crecidas de ríos, inundaciones y deslaves en Guatemala. Ya se cuentan fallecidos, una cauda irreparable. Miles de familias claman por auxilio, ya sea para ser evacuadas, para recibir albergue o alimentos. Sin embargo, esto contrasta con la carencia de datos confiables por parte de las autoridades, a fin de conocer la distribución de población de las zonas comprometidas, al menos según lo que afirmaba ayer el presidente de la República en Izabal.
El mapeo de áreas de riesgo no solo implica conocer la distribución de cuencas hidrográficas o la topografía del territorio, sino, sobre todo, llevar los registros de asentamientos humanos. Esta recopilación de datos debería haber formado parte importante del último censo de población en 2018. Los detalles sobre comunidades en potencial riesgo por su localización geográfica constituyen un proyecto que debería ser emprendido bajo máxima prioridad por un equipo de expertos de varias instituciones.
También es notoria y nada nueva la ausencia de planes de ordenamiento o al menos de registro de ocupación territorial, que tomen en cuenta factores de riesgo como fallas sísmicas, suelos inestables o cuencas hidrológicas. De esta manera se podría tener una previsión de qué áreas pueden estar expuestas a inundaciones ante un episodio de lluvias intensas, bajo el principio de que “el agua tiene memoria” y, por lo tanto, siempre busca un antiguo cauce. El crecimiento de los cascos urbanos ha conducido a la construcción de lotificaciones y condominios en zonas que hace tres décadas eran potreros o predios baldíos, a los cuales nadie ponía mayor atención si se inundaban. Asimismo, existen orillas de barrancos o cerros que solían tener cobertura forestal, la cual ha sido eliminada y, por lo tanto, son más susceptibles de derrumbes.
Sucesivos estudios efectuados por fundaciones y organismos internacionales han recomendado contar con un mejor nivel de organización comunitaria, para agilizar alertas ligadas al monitoreo de cuencas. Cada gobierno culpa a sus predecesores de la desorganización, de la falta de registros y de la ausencia de planes de advertencia. Sin embargo, quizá es el momento de tomar en serio las advertencias de la naturaleza, pues sus impactos no se detendrán.