EDITORIAL

Repudiables tropelías de redes criminales

Conmoción causó a nivel continental el asesinato, en Colombia, del fiscal paraguayo Marcelo Pecci, especializado en crimen organizado, narcotráfico, lavado de dinero y financiamiento del terrorismo. Pecci dirigía varios casos de alto impacto, entre ellos el denominado “A ultranza py”, aún en marcha, que ya había desbaratado una red de trasiego de estupefacientes a EE. UU. y Europa, lavado de activos y obvia corrupción que involucraba a prominentes empresarios y políticos locales, con incautación de más de 50 inmuebles, más de 75 vehículos, aeronaves y armas de fuego, lo cual habla de la dimensión del trabajo del hoy fallecido, quien fue atacado a balazos en la isla de Barú por dos sujetos que llegaron en una moto acuática.

El repudio es general en Paraguay y desde ya se adelantan líneas de investigación para identificar a los hechores materiales e intelectuales. Pero no se trata del primer operador de justicia ultimado bajo claros indicios de querer truncar su liderazgo en el combate de estructuras criminales. Y es justo allí donde se encuentra el gran desafío, no solo de ese país, sino de todas las naciones del continente, en la lucha contra las redes criminales, que en no pocos casos cuentan con alfiles incrustados en estructuras estatales.

Lo que a veces no se termina de entender es que los embates del crimen organizado y de la delincuencia común constituyen una amenaza que no solo va en contra de las políticas de seguridad de los gobiernos, sino es un peligro para todos los derechos ciudadanos básicos: a la vida digna, al trabajo, a la libertad de acción, a la aplicación de justicia, a la propiedad privada e incluso a la libertad de expresión.

México es otro ejemplo a escala latinoamericana de los riesgos del desborde criminal, sobre todo por la acción de carteles del narcotráfico en disputas de territorios y guerra con las autoridades. Apenas el lunes 9 de mayo fueron asesinadas otras dos periodistas de Veracruz. Se desconoce la causa del ataque, pero en casos anteriores se ha constatado el afán por acallar la críticas y denuncias de medios televisados, radiales, impresos o digitales, sobre abusos, matanzas y colusión con funcionarios.

Tal como lo señaló el Real Instituto Elcano de España en un estudio publicado en diciembre último, los grupos criminales trascienden fronteras, pero no siempre se estructuran de la misma manera, lo cual dificulta su detección y combate. Según las circunstancias, puede haber enormes bandas al mando de capos o redes atomizadas, fragmentadas, con líderes variables, pero es el mismo: trasegar drogas, armas, mercancías y personas a cualquier costo, literalmente, de lo cual devienen sus violentos métodos de intimidación y corrupción que cercenan las garantías ciudadanas.

Un ejemplo de infiltración y compra de voluntades fue el exdiputado hondureño Tony Hernández, sentenciado a cadena perpetua en 2020 por traficar drogas a EE. UU. en complicidad con ciertas figuras gubernamentales. Durante el juicio surgieron indicios del supuesto involucramiento de su hermano, el entonces presidente Juan Orlando Hernández, extraditado al país del norte por cargos similares, de los cuales se declaró “no culpable”, ayer, ante un juez. Es inevitable mencionar el caso del excandidato presidencial guatemalteco Mario Estrada, sentenciado a 15 años de prisión tras confesar haber aceptado narcofinanciamiento electoral a cambio de ofrecer facilidades a supuestos integrantes del Cartel de Sinaloa que resultaron ser agentes de la DEA.

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