EDITORIAL

Se necesita una nueva semilla de futuro

Paxil es el nombre del mítico lugar en donde nació el maíz. Según investigaciones arqueológicas y antropológicas, se trata de un cerro localizado en las montañas de Huehuetenango. La cosmovisión maya visualiza los cuatro colores del maíz —blanco, rojo, negro y amarillo— como el gran símbolo de la riqueza cultural y el anhelo de convivencia de los pueblos originarios. Dicha visión resulta valiosa de considerar al momento de analizar la etapa crítica que se vive en numerosas comunidades del país, afectadas por la variabilidad climática que destruyó cosechas o redujo su productividad usual.

La riqueza de la semilla autóctona es un patrimonio natural y cultural no declarado de Guatemala, debido a que se puede rastrear su genoma por varias generaciones, algo totalmente impensable décadas atrás pero que ha formado parte de investigaciones científicas desarrolladas en varias entidades, entre ellas el Instituto de Ciencia y Tecnología Agrícola (Icta), que cuenta con granos fortificados y adaptables a factores como clima, altura o tipo de nutriente requerido. Dicha entidad tiene semillas de distintos tipos de cereales como ajonjolí, arroz, trigo y otras plantas alimenticias como papa, camote, frijol, yuca o árboles frutales.

La difusión de cultivos adecuados a los suelos, temperatura y expectativas de lluvia debería ser una prioridad de gobierno a mediano plazo, puesto que podría constituir una respuesta más efectiva y durable que las clientelares estrategias de repartir bonos o víveres. Por supuesto, una apuesta de este tipo requiere un programa serio, sostenido y ético de extensionistas agrícolas que asesoren a los pobladores al preparar suelos, en siembra y cuidados.

Los programas de riego constituyen una oferta electoral reiterada en las campañas electorales, pero una vez finalizadas vuelven a quedar en la gaveta de las promesas. Países amigos como Israel, Chile o Taiwán tienen larga experiencia en la optimización del agua y podrían ayudar a decenas de comunidades. Claro, ello requiere inversión en equipo, capacitación y alternancia de cultivos, pero ¿para qué es un Estado, sino para proveer soluciones y vías de apoyo a las necesidades de los pobladores, sobre todo de aquellos más vulnerables?

Resulta irónico que el Icta haya tenido una asignación de poco más de Q31 millones en 2018, mientras que este año se destinaron hasta Q100 millones para bonos de subvención agrícola por sequía que no solo no llegaron a tiempo, sino que comenzaron a entregarse al comienzo de la pasada campaña electoral, bajo diversos pretextos. De hecho, varios diputados y candidatos intentaron capitalizar el beneficio, que fue suspendido debido a su tinte politicoide. Podría argumentarse que la necesidad alimentaria es inmediata y que por eso se asignan recursos para la compra de víveres; no obstante, estamos a 78 días del final del actual período. Pasaron 1,382 días durante los cuales los indicadores de desnutrición empeoraron y la asesoría técnica para mejores prácticas de agricultura doméstica no fue priorizada, y no solo para fines de subsistencia, sino también para propósitos de comercialización.

El gobierno entrante está a tiempo de abrir la puerta de su mandato y podría hacerlo con un trascendental proyecto agrícola nacional que sea culturalmente pertinente, climáticamente adaptado y gubernamentalmente apoyado como una estrategia de futuro sostenible. O bien puede repetir la vieja fórmula clientelar que da cada vez peores resultados.

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