EDitorial
Servicio público es el único norte político
Ha sido decepcionante ver a presidenciables dirigirse farisaicamente a la multitud con una y hasta dos biblias en la mano tan solo para hacerse imagen.
En tiempos de contradicciones entre discurso y acción, en ambientes donde el populismo es acicateado a través de discursos demagógicos o apelaciones falaces a la divinidad, en países como Guatemala donde la polarización se utiliza como estratagema para desviar la atención de los temas torales del desarrollo, es necesario recordar que la calidad del servicio público es el único norte posible para el quehacer político, entendiéndose este en su más aristotélico sentido.
A nivel continental sobran las peroratas populistas, que apelan a las necesidades de los sectores más excluidos, pero solo para instrumentalizarlos y utilizarlos como ariete de campaña. Es un juego perverso utilizado por personajes despóticos que se venden como próceres y que a la larga le salen caros a las naciones y a las comunidades. Sus conflictos de intereses, sus vacíos éticos y sus finalidades entregadas a financistas, allegados y aduladores les convierten en lo que el papa Francisco denomina “falsos profetas”.
“Aquellos que le hablan al pueblo, que tocan su sensibilidad, que se apropian de su esperanza, y que gracias a esas falsas promesas llegan a los espacios de gobierno y luego, una vez ahí, no gobiernan a favor de las grandes mayorías, que siempre son pobres, sino de una pequeña minoría”: así los describe Emilce Cuda, secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina de la Santa Sede durante su visita a Guatemala en entrevista con Prensa Libre. Cuda fue elegida por el pontífice para ser promotora de diálogo en favor de un desarrollo social más equitativo. Sus posturas, desde un alto estamento del Vaticano, poseen un sustrato ético y teológico que les provee de una gran profundidad histórica y vinculación con el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios.
A lo largo de polémicas políticas y campañas electorales en Guatemala durante la última década ha sido cada vez más frecuente las alusiones a Dios, a la fe y a la axiología cristiana por parte de aspirantes a cargos políticos e incluso dentro de diatribas parlamentarias, interpartidarias e instituciones. Tales argumentos se tornan sofísticos cuando se comprueba, a través de hechos u omisiones, que no existe coherencia entre acción y palabra, entre fe y vida. Ha sido decepcionante ver a presidenciables dirigirse farisaicamente a la multitud con una y hasta dos biblias en la mano tan solo para hacerse imagen; tiempo después son vinculados a casos de corrupción o incluso convictos.
El compromiso cristiano abarca tanto a católicos como a otras iglesias de diversas denominaciones. Valores como el respeto, la tolerancia, la empatía, la caridad y la honradez se proyectan en la gestión de cualquier cargo, ya sea electo o designado, de alta o baja jerarquía, en decisiones pequeñas y grandes. Por ello, cuando los Estados comienzan a agredir a sus ciudadanos, a reprimir sus reclamos o a desatender dolosamente los servicios esenciales, de poco sirven las excusas o esas frases como “que Dios bendiga a Guatemala”, porque distan de ser coherentes.
Estas consideraciones no excluyen, para nada, a quienes no tienen un credo religioso. Por el contrario, los valores humanísticos se fundamentan en la dignidad de la persona, en el llamado a la convivencia pacífica y en el respeto a las ideas distintas, por un elemental sentido de equidad. Guatemala vive tiempos apremiantes en los cuales se necesita de valor para tomar decisiones que renueven al Estado y refuercen la institucionalidad. Cada diputado, cada ministro, cada secretario, cada magistrado, cada juez, cada alcalde, cada gobernador tiene una obligación: servir. Y si no lo hace, no sirve.