EDITORIAL

Son cuerpos de servicio, no de represión

La prepotencia, el abuso y el exceso de fuerza —que han llegado a tener consecuencias trágicas— son algunas de las acciones objeto de más denuncias contra policías municipales de varias localidades del país. Si bien no todos los agentes ni todas las comunas registran este tipo de problemas, sí existen ciertos vicios frecuentes como clientelismo para el otorgamiento de plazas, la pobre preparación técnica que reciben estos guardias, cuya base educativa no siempre es óptima, así como el dudoso concepto de servicio público que manejan.

Las comunas pueden organizar cuerpos de policía propios para atender aspectos de orden estrictamente local, como la circulación vehicular, vigilancia de mercados o la custodia de recintos municipales. Sin embargo, al momento de producirse incidentes serios, los primeros que saltan para evadir cualquier responsabilidad son los propios jefes ediles, cuando en realidad el artículo 79 del Código Municipal establece que todo cuerpo de policía edil está “bajo las órdenes del alcalde”.

A pesar de su brevedad, este artículo detalla, además, que toda policía municipal observará las leyes de la República, velará por el cumplimiento de acuerdos, reglamentos y resoluciones emitidos por el Concejo, y que debe hacerlo “respetando los criterios básicos de las costumbres y tradiciones propias de las comunidades de su municipio”. Se reitera que no se puede ni debe generalizar: existen cuerpos de este tipo en 74 municipios del país y su utilidad es notoria, sobre todo en aquellos con centros urbanos en expansión, lo cual crea complicaciones de tránsito.

Sin embargo, es innegable que gracias a la tecnología, y sobre todo durante las restricciones por la pandemia, policías municipales han sido grabados protagonizando vergonzosas agresiones en contra de humildes vendedores de dulces y algodones, tirando al suelo ventas de niños indefensos, decomisando ventas de sencillos campesinos que intentan ganarse unos centavos o destruyendo la mercancía que a costa de sacrificio han podido comprar humildes familias, con el pretexto de reforzar disposiciones sanitarias. Es su obligación, sí, pero actúan como si no provinieran ellos mismos de la entraña popular, con autoritarismo desfasado.

Valientes policías —valga la anteposición del adjetivo— de la Municipalidad de Antigua Guatemala se lanzaron, el 28 de febrero último, sobre un pobre individuo, ya sometido. Uno de ellos lo embistió con una motocicleta. El uso de fuerza fue tan brutal que el detenido murió minutos después. Se llamaba Luis Armando Solórzano y la necropsia reveló golpes en la cabeza y el cuerpo, sobre todo en el tórax. Su delito fue deambular desnudo por una calle sin tener plena conciencia de ello, pues padecía problemas mentales. La vida le fue arrebatada en un alarde de crueldad, incapacidad y mal juicio. Nada de profesionalidad ni sentido humanitario. Dos agentes fueron ligados a proceso, fueron destituidos y a principios de este mes intentaron ser reinstalados mediante una orden judicial.

El problema de fondo es el vacío legal sobre parámetros, regulaciones y límites para agentes municipales. Estos no están facultados para ejecutar detenciones; para ello está la Policía Nacional Civil. Su función es preventiva, no punitiva, y aún así cometen abusos. Quizá haya que empezar a deducir responsabilidades a los encargados de tales cuerpos policiales, no solo a los jefes designados, sino a quienes los nombran; es decir, los alcaldes, como un aliciente poderoso para reforzar la instrucción de evitar abusos.

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