EDITORIAL
Son los árboles
Es evidente que las distorsiones del clima tienen directa relación con la destrucción de la cobertura forestal.
Los fuertes calores han sido noticia en las últimas semanas. Se han suspendido clases, se han cambiado algunos horarios y en casas, oficinas, unidades de transporte, mercados y tertulias familiares se escuchan exclamaciones de queja acerca de las altas temperaturas. Ya han comenzado algunas lluvias en ciertas regiones, pero el agua de mayo no ha llegado a todas partes. Existen terrenos arados en espera de la ansiada siembra y en otras regiones hay cultivos a medio germinar, amenazados por las irregulares precipitaciones.
También han ocupado titulares informativos e informes en redes sociales los incendios forestales en áreas protegidas, pero también en bosques de los cuatro puntos cardinales. Entre las causas más usuales figuran las rozas irresponsables, el lanzamiento de colillas de cigarro encendidas en descampado o actos deliberados para forzar la conversión de uso de tierras en pastizales o sembradíos, pero todos constituyen actos dañinos para el ecosistema planetario del cual los seres humanos forman parte, aunque muchos actúen como si no lo fueran.
Fuera del drama prosaico, en un plano de acciones personales, comunitarias y estatales, es evidente que las distorsiones del clima tienen directa relación con la destrucción de la cobertura forestal, a nivel hemisférico y global. Al ser Guatemala un auténtico pulmón remanente, los efectos han tardado en llegar, pero están aquí con mayor intensidad. Los negacionistas del cambio climático pueden clamar conspiraciones imaginarias o teorías que solo son eso, pero igual atestiguan los desbalances en el ciclo del agua y los desajustes en las estaciones seca y lluviosa. Quienes frisan los 40 años aún vieron los puntuales aguaceros que llegaban con las tardes de mayo. Hoy no se sabe cuándo, cuánto ni dónde.
Y, sin embargo, la destrucción persiste, no solo en áreas remotas, sino también en bosques próximos a centros urbanos. Comunas siguen autorizando lotificaciones, residenciales y edificios que hasta se autonombran sostenibles, pero no explican cómo se abastecerán de agua potable en el futuro próximo, pues para su construcción es necesario talar reservas boscosas. No hay planes de ordenamiento territorial y, a veces, aunque los haya, pesan más las ambiciones.
El combate de la tala ilegal y los fuegos forestales debe ser una prioridad nacional; el endurecimiento de penas por incursiones criminales o atentados contra el patrimonio natural en áreas protegidas es una necesidad; emprender campañas de reforestación debería ser la meta de organizaciones civiles, planteles educativos, empresas, iglesias y prácticamente todo conglomerado ciudadano. Pero no una siembra de plantitas sin ton ni son; deben ser especies propias de la región, y para eso es necesaria la participación del Instituto Nacional de Bosques, la Universidad de San Carlos, la Escuela Nacional de Agricultura —donde existe la carrera de edafología— y otros entes con pertinencia, conocimiento y experiencia en la recuperación ambiental. Así como en campañas electorales suele decírsele a candidatos que el quid del asunto está en la economía, en esta carrera por la supervivencia planetaria son los árboles una de las principales claves. Sin ellos no hay agua ni paisaje ni biodiversidad posible. Este debe ser el fin de los tiempos de indiferencia. Hay que pasar a la acción de inmediato.