EDITORIAL

Sospechoso plan B sin que exista aún plan A

El fin práctico y obvio de un Presupuesto General de Ingresos y Egresos de la Nación es formular la estrategia gubernamental para perseguir los objetivos de desarrollo del país y cumplir con los planes ofrecidos en campaña. De hecho, Constitución de la República fija en el Legislativo la obligación de avalar no solo el proyecto presentado por el Ejecutivo, a través del Ministerio de Finanzas, sino también de liquidar o rechazar la ejecución del mismo, con la correspondiente deducción de responsabilidades.

El presupuesto aprobado no es un trámite vacío o una simple formalidad. Interpretaciones inicuas de la ley han intentado convertirlo en una validación de despropósitos, una legalización de dispendios a todas luces imprudentes, improcedentes y afrentosos contra la ciudadanía, que atónita observa el reparto de partidas y bolsones de gasto, como si se tratara de recursos ilimitados y sin dueño. El presupuesto de cada año es una ley que debe ser respetada y se debe enmarcar en el espíritu de la norma superior que le da origen. La discrecionalidad de los diputados lo torna en mercado de favores, reguero de cifras y una Babel de renglones a veces inauditables. No obstante, su existencia es esencial, constitucional e imperativa.

Por eso suena a rendición sin haber peleado, o a una treta anticipadamente revelada, la declaración del ministro de Finanzas Públicas, Álvaro González Ricci, acerca de que está en proceso la formulación de un proyecto de presupuesto 2023 pero con la expectativa de que no será aprobado. El monto proyectado sería de Q112 mil millones, los cuales coinciden con la cifra del gasto vigente, que originalmente fue de Q106 mil millones pero fue inflado a fuerza de ampliaciones opacas efectuadas este año por el pacto oficialista del Congreso.

El ministro supone que quedaría automáticamente vigente el gasto de 2022 para el 2023, con esos pretendidos Q112 mil millones. Sin embargo, cabe cuestionar si lo que debería cobrar vigencia son los Q106 mil millones originalmente avalados por la alianza oficialista en noviembre de 2021, que fue el plan de gasto consensuado. Después hubo ampliaciones forzadas por la avidez de intereses clientelares y electoreros. Es por esa abultada cifra de Q112 mil millones, producto de una ejecución atrasada y de préstamos ya ejecutados, que el anticipado pesimismo ministerial suena más a pretexto para dejar vigente un gasto exorbitante, irresponsable y por demás desfinanciado en año electoral.

El ministro González Ricci aduce que el año preelectoral es “complicado” y que en todo caso se presentará —con todo y capitulación adelantada— un proyecto de presupuesto. Cierto: han ocurrido fiascos previos en esta materia, pero el país ha aprendido de las duras lecciones, desengaños y desperdicios que ha acarreado la politiquería en la última década. Por lo tanto, cada bancada, cada diputado distrital o nacional está en la mira de la ciudadanía. Ya hay bastantes depurables en la opinión pública votante y no deben dudar de que les llegará la factura, así como les ocurrió a cien de sus predecesores en 2019.

Los súbitos aumentos para los ministerio de Comunicaciones y Energía y Minas, así como el permiso a los alcaldes de utilizar el dinero no ejecutado en 2023, no deben contar en un presupuesto repetido por defecto. Créditos ya gastados no cuentan. El gobierno de Giammattei Falla debe hacer, aunque sea una vez, cálculos responsables y elaborar un plan acorde a los tiempos turbulentos de la economía global y orientado a las ingentes necesidades de salud, nutrición, educación e inversión para el desarrollo.

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