EDITORIAL
Tragedia expone perenne vulnerabilidad
La gran paradoja de las tragedias vinculadas con el clima y factores telúricos es que se les teme, se les analiza y hasta se trazan en mapas las zonas más expuestas, pero en la inmensa mayoría de casos su ocurrencia súbita, devastadora y dolorosa supera toda previsión, principalmente a causa de la pérdida de vidas, en unos cuantos instantes que quedan registrados para la historia.
Aunque la época lluviosa finalizó en el territorio guatemalteco con las precipitaciones derivadas de la errática tormenta Pilar, ayer se produjo un mortal derrumbe en una ladera del barranco de la zona 3 capitalina, que arrastró dos viviendas y dejó otras en vilo. Seis personas —cuatro adultos y seis niños— quedaron soterradas en este desmoronamiento que se atribuye a la humedad del terreno. Tan aciago evento ocurre cuando están por cumplirse dos meses de otro infortunado suceso: el aluvión que arrastró seis viviendas del asentamiento Dios es Fiel, bajo el puente El Naranjo, el cual ocasionó la muerte de 19 personas que formaban familias completas. Son barrancos bastante próximos, áreas con factores de vulnerabilidad declarada y ampliamente conocida.
La falta de recursos económicos y de alternativas asequibles de vivienda popular obligan a muchas familias a asentarse en zonas de riesgo, lo cual se relega a causa de una falsa seguridad alimentada por la costumbre. Pero ello no hace desaparecer la vulnerabilidad, sino, por el contrario, la acrecienta. La secretaría ejecutiva de la Conred describe la vulnerabilidad como “una condición de fragilidad o susceptibilidad construida histórica y socialmente, determinada por factores socioculturales y ambientales asociados al desarrollo que caracteriza y predispone a un individuo o sociedad a sufrir daños”.
A su vez, esta exposición a un riesgo se agrava por factores geográficos, económicos, educativos, técnicos, institucionales e incluso políticos. En ocasiones, por ejemplo, las autoridades evaden la responsabilidad de desalojar a pobladores de áreas peligrosas y a veces estos también se resisten, por no tener otro lugar a donde ir. Ello responde a veces a criterios electoreros o simple dejadez, y no solo abarca asentamientos urbanos, sino también poblaciones que se establecen en faldas de volcanes o laderas cuya situación de suelos simplemente se desconoce, hasta que una tormenta tropical, un sismo o un drenaje en mal estado detona el infortunio.
Un derrumbe mató a más de 50 pobladores de Panabaj, Santiago Atitlán, Sololá, en 2005; agujeros se formaron y tragaron casas y personas en las zonas 6, en 2007, y 2, en 2010, por fallas de colectores; en 2015, un deslizamiento sepultó a unos 280 guatemaltecos en la colonia El Cambray, Santa Catarina Pinula; en 2018, un lahar del volcán de Fuego destruyó la comunidad de San Miguel Los Lotes, con cauda de 99 muertos y 200 desaparecidos; el deslave de un cerro enterró decenas de viviendas en Quejá, San Cristóbal Verapaz, Alta Verapaz, en 2020. Y solo son algunos de los desastres sucedidos en dos décadas.
Según datos oficiales, 5.9 millones de guatemaltecos habitan en áreas de alta vulnerabilidad climática. Es necesaria la creación o revitalización de sistemas de alerta, pero también el constante monitoreo de suelos, laderas, corrientes de ríos y sismicidad. Se trata de una tarea que precisa de recursos tecnológicos actualizados, cuya adquisición y mantenimiento constituyen una prioridad humana, no un negocio ni una ventana para la corrupción.