EDITORIAL
Transfuguismo fue, es y será siempre una traición
Aunque los diputados, sobre todo aquellos que llevan dos, tres o más períodos, quieren urdir excusas alambicadas de las razones de su cambio de piel partidaria, para todo ciudadano es claro, evidente y ostensible que el transfuguismo no es más que una vulgar traición al elector, que votó por un listado propuesto por determinado partido. El o la tránsfuga hacen negocio personal con una designación popular, con una potestad conferida en las urnas y a menudo devenida de la misma rigidez de listados de aspirantes nacionales o distritales sostenida por una ley electoral rebasada, pero que les resulta conveniente a las organizaciones para sus maniobras clientelares electoreras. El o la tránsfuga convierten en moneda de cambio la representación que se le confió, pero que no es de su propiedad ni para su capricho.
No se trata de un fenómeno nuevo ni exclusivo de Guatemala. De hecho, podría tener cierta validez si se hiciese bajo determinadas condiciones, como la de cambiarse de partido a costa de cambiar la curul, lo cual le daría verdadera coherencia a la decisión, aunque muy probablemente le quitaría su principal gancho convenenciero: ganar adeptos y votos en el hemiciclo. En ese sentido resulta sintomático y también contradictorio que los diputados se opongan a reformar la Ley Electoral para poder votar por personas específicas y no por listados prefabricados e incluso prepagados. Apoyan el sistema de listas bajo supuestos criterios de representatividad política institucional, pero a la hora de desertar se arrogan un poder individualizado.
A pesar de las deficiencias y faltantes de la primera generación de reformas a la Lepp, la restricción al transfuguismo ha sido una pequeña compensación para la ciudadana ante tantos despropósitos y contubernios que están a la vista.
Antes de esta reforma, hecha bajo presión ciudadana, el cambio de plumaje político era reincidente, descontrolado y agilizado a golpe de chequera. Fue así como nacieron ciertas bancadas de acrónimos conocidos por todos, que luego devinieron en partidos liderados no por estadistas, sino por pactos oscuros, fusiones de conveniencia y amasijos de ambiciones. Al rastrear la historia de comités ejecutivos, precandidatos y nuevos adeptos de partidos vigentes o en proceso de formación, es posible ver su previa pertenencia a dos, tres o más organizaciones. Solo cambian el nombre de la organización, los colores y los símbolos, que suelen ser conceptos reciclados que buscan disfrazar de novedad. El próximo año serán “legales” los cambios de bancada, pero eso no los hace menos tránsfugas a ojos ciudadanos.
Cada oficialismo de turno aspira al espejismo de la reelección y terminan repitiendo los mismos errores. Las tácticas son trilladas: comprar con obras a alcaldes aliados para que se postulen a la reelección bajo nuevo sello o buscar espacio a diputados de bancadas aliadas en detrimento de sus propios miembros. No faltan los aspirantes que ya han sido funcionarios fallidos, que ya condenaron a la desaparición a partidos previos por su misma falta de coherencia y resultados.
Podría argumentarse que así es el juego político, que hay derecho al cambio de organización política y que se tiene el derecho de buscar mejores oportunidades en favor de los electores, pero estos últimos resultan ser los primeros traicionados o, en todo caso, la mercancía ofrecida a cambio de una casilla en buena posición para tratar de asegurar la reelección y también la inmunidad debido a que su anterior partido ya perdió bases, ya no tiene el financiamiento de hace cuatro años o está a punto de ser suprimido. Eso deberían reconocer en lugar de esconderse.