EDITORIAL

Una lista incompleta

Si bien es cierto que constituye un gesto esperanzador la solicitud planteada por el Ministerio de Cultura a la Organización de Naciones Unidas para la Educación y la Cultura (Unesco), para que se incluya al sitio prehispánico de Tak’alik Ab’aj, en Retalhuleu, dentro de la lista del Patrimonio de la Humanidad, no deja de ser tan solo un anuncio de intenciones, puesto que tal aceptación está sujeta a numerosas verificaciones, además de existir un lapso de casi cuatro décadas sin que exista una nueva designación de tal tipo, a pesar de los múltiples tesoros de este territorio.

Cierto es que un gran equipo de arqueólogos ha trabajado con perseverancia de décadas en este sitio, y ello es meritorio. Sin embargo, también existen múltiples proyectos de exploración y estudio en el altiplano y las tierras bajas, cuyo avance queda a menudo condicionado por la falta de recursos económicos, la desprotección a la cual se encuentran sometidos los sitios, el recurrente saqueo de piezas que son vendidas en el mercado negro, pero sobre todo por la falta de una verdadera política integral de Estado para el impulso del desarrollo ecoarqueológico del país, con todo y sus vertientes de turismo, conservación, educación y beneficio para las comunidades aledañas, a fin de que las mismas se conviertan en sus primeros y mejores protectores.

Año con año se develan hallazgos, investigaciones, nuevas teorías y explicaciones que pasan prácticamente inadvertidas para una gran mayoría de la población; peor aún, no llegan todavía a formar parte del currículo nacional base, en donde se enseñan algunas visiones incompletas de la civilización maya, y cuya información científica ya existe gracias al duro trabajo de arqueólogos, antropólogos, epigrafistas e historiadores.

Es posible que las actuales autoridades de Cultura tengan una buena disposición para visibilizar y relanzar al país como un destino arqueológico de primer nivel, incluso sin que finalice la pandemia. Para ese fin, la inclusión de Tak’alik Ab’aj como patrimonio mundial sería valiosa y se sumaría así a Tikal y Quiriguá. Pero queda pendiente la debida valorización de majestuosos sitios como Dos Pilas, Aguateca, Piedras Negras, San Bartolo, El Perú-Waká, Holmul, Cancuén, Yaxhá y Uaxactún, entre otros. Es inevitable citar la cuenca del reino Kan, cuyo más emblemático tesoro es El Mirador. Para esta región se ha solicitado en innumerables ocasiones la declaratoria como santuario natural y zona de conservación arqueológica, una decisión que no depende de organismo internacional alguno, sino del Gobierno de Guatemala, pero que ha sido relegada por sucesivas administraciones debido a diversos conflictos de interés.

Así como se agotan las posibilidades para rescatar los bosques vírgenes que todavía permanecen en Guatemala —algunos de los cuales resguardan en su suelo majestuosas estructuras y tesoros inexplorados—, también llega el momento límite para una apuesta sostenida, bien financiada y científicamente fundamentada para rescatar las milenarias joyas que constituyen memoria y raíz de los guatemaltecos. Por lo tanto, la nominación reciente debería ser tan solo la primera de una serie más amplia y representativa.

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