EDITORIAL

El NO fue al plan, no al anhelo de paz

Fue sorpresivo el resultado del triunfo del NO en el plebiscito dominical en Colombia, pero constituiría un error considerarlo un rechazo a la paz. La minoría de colombianos participantes se dividió en dos grupos clarísimos y la diferencia fue mínima —menos de la mitad del 1%—, pero no por ello lo ocurrido carece de legalidad porque fue una de las condiciones aceptadas por las partes.

Es válida la interpretación de que los colombianos participantes actuaron de esa manera al considerar al plan de paz como el resultado de cuatro años de negociaciones de la élite gubernativa representada por el presidente Juan Manuel Santos y la otra por la dirigencia guerrillera, después de un conflicto iniciado en 1964.

Igualmente, que no fue del agrado popular la participación tan directa de Cuba, país al que no se le puede catalogar como facilitador de ningún proceso de paz, por su directa participación en el conflicto interno más largo de la historia latinoamericana, cuya complicación mayor fue el factor del narcotráfico como fuente de ingresos de las Farc.

Santos, sin un plan B, reaccionó de inmediato de manera positiva al convocar a las fuerzas políticas opositoras a las concesiones políticas otorgadas a la guerrilla. Las Farc afirmaron también su decisión de continuar con el cumplimiento de lo ya acordado, en una acción hábil porque tienen clara la enorme dificultad de regresar a las montañas, no solo por la presión internacional —de países europeos, por ejemplo—, sino porque la derrota política supone un debilitamiento del espíritu de los combatientes, afectados por el resultado.

El hecho de que dos de cada tres colombianos no hayan participado se constituye en un NO indirecto, a causa de la desconfianza hacia las partes. Es cuestionable que el ganador político sea el expresidente Álvaro Uribe, quien si bien tuvo éxitos en su combate militar a la guerrilla cuando ejerció el poder, después radicalizó su posición, lo que le ganó admiradores y críticos, tanto dentro como fuera del país.

Es más sólida la interpretación de que el resultado constituye una derrota para Raúl Castro, pero ello también es hasta cierto punto de segunda importancia, porque las negociaciones deben continuar, esta vez en un lugar distinto, que debe ser Colombia, y las partes, asegurar que lo ganado no se pierda. Lejos de eso, que se afiance con los cambios necesarios en cuanto a las concesiones otorgadas a un grupo guerrillero que cometió acciones delictivas atroces y cuyos dirigentes parecen no haber abandonado criterios propios de la Guerra Fría.

Poca duda cabe de que el domingo los colombianos abrieron la puerta a una realidad distinta, cuya interpretación, análisis y posibilidades ahora comienzan a surgir. Al ejercer una posibilidad democrática, es válido aceptar que ganó la democracia, aunque ello no signifique estar de acuerdo con el resultado. Se necesita mucha madurez para actuar ahora de acuerdo con las reglas implícitas en la voz de los colombianos. Vale la pena insistir en que el NO de los colombianos el domingo se refiere al largo y complicado plan —297 páginas— y de ninguna manera debe ser visto como un rechazo a la paz.

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