SIN FRONTERAS

En el otro lado de la calle

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Charlie se llamaba el vecino. A un par de horas de camino desde Atlanta, en un pueblo pequeño y campestre, en el corazón del territorio de la campiña sureña de Alabama, el hombre se pasaba los días tomando cerveza en el pórtico techado de su casa. Vieja y desordenada, de madera sucia y corroída, la morada de Charlie era el epítome de la cultura del campesino blanco; el llamado redneck. El hombre rezagado en una república que sin él evolucionó; una cultura sumida en el abandono, el económico y el intelectual. Carcomidos y desintegrados, son la burla del país. Los “hombres blancos enojados” entraron en escena al explicar el triunfo inesperado de Donald J. Trump, el año antepasado. De inmediato y desde entonces los relacioné con el vecino, con Charlie; el hombre blanco frustrado y enojado, con su esposa, cuyo nombre no recuerdo. Y desde ese pórtico techado, viejo y desordenado, sus miradas de desprecio hacia Mateo Andrés Mateo, un q’anjob’al trabajador, un hombre hacendoso. A Mateo y a su familia, los vecinos de la casa, en el otro lado de la calle.

Se cumple ahora un año desde que tomó posesión una ofensiva conceptual, que perfila a Guatemala y sus vecinos, como lugares despreciables ante el mundo occidental. Un origen del mal, un hoyo lleno de porquería. Y el asunto, lejos de quedar en lo territorial, recae en fundamento hacia la gente que de ahí proviene. Si El Salvador y Guatemala son para algunos ahora un “mierdero”, atrévase un segundo a pensar en lo que ellos creen que es usted, y yo, y la mayoría de quienes hoy leemos estas líneas. Piense en el peso de una etiqueta que se asoma perpetua sobre su hijo y su hija; sobre el mío y la mía; y los de Mateo Andrés Mateo, que eran dos o tres, no recuerdo. Los veía caminar todos los días de la mano de su madre; los llevaba a la parada del bus escolar. Dientes cepillados, abrigos abotonados. La parada en la esquina con tres grupos segregados: los blancos, los negros, y los “hispanos”, como les llamaban, pero que en realidad eran de origen mayense. Los chicos q’anjob’ales, siempre, lucían impecables en su camino a la escuela.

Así como también lucía Mateo Andrés Mateo. Todos los días, temprano en la madrugada, desde la ventana del frío empañada, puntual se le veía salir caminando hacia donde llegaba su “raitero”, el del jalón. Con peinado impecable, quizá en exceso envaselinado, planchado a la perfección, su pantalón de gabardina sastre. Día a día, enfrentaba el día; no muchas personas aceptaban las condiciones del rastro avícola local. Bajos salarios, más largas jornadas, amedrentan ahí a blancos y negros que prefieren enlistarse como desempleados. Se les veía entrar a las tiendas de descuento, a los hombres blancos enojados, a canjear por alimento los cupones de subsidio nacional. El pueblo, una vez conocido como Capital Mundial del Calcetín, por su enorme producción, ahora es un lugar fantasma. Cerradas las fábricas, deprimidos los lugareños, escalan y ascienden los migrantes, sedientos y agradecidos.

En el primer aniversario del gobierno de Trump, fui cuestionado sobre lo peor que trajo a escena este personaje. Y pronto pensé en las etiquetas que pretende poner sobre usted y sobre mí; y las miradas de Charlie, bebiendo cerveza, al realizado Mateo Andrés Mateo. El trabajador que vivía en el otro lado de la calle. Un hombre de modales, cuyo sacrificio se ve en el volumen nacional de remesas familiares. Poderoso el poder, y convincentes algunos presidentes. Pero si en algo debiéramos tener unidad es en posicionarnos ante la injuria de esta ofensiva conceptual. Esta recae —no se engañe— también sobre usted y sobre mí. Y sobre nuestros hijos. Pues es en realidad racial. Y ni usted, ni yo, pertenecemos a una “raza privilegiada”.

@pepsol

ESCRITO POR:

Pedro Pablo Solares

Especialista en migración de guatemaltecos en Estados Unidos. Creador de redes de contacto con comunidades migrantes, asesor para proyectos de aplicación pública y privada. Abogado de formación.