SIN FRONTERAS
Freddie y las estampas de la injusticia
A veces siento mi vida como una rapsodia. Hoy, me encuentro aquí, donde parece el otro lado de la luna. Estoy en Chocox, un caserío de una aldea de un municipio del Quiché. Es cierto que nos tomó casi nueve horas llegar hasta aquí, en un auto rentado de doble transmisión. Pero para llegar toma más que solo eso. Remoto y aislado son palabras pequeñas para describir este lugar. Aquí, donde las altas montañas de altiplano se funden con los cañones del Río Chixoy. Y en la noche, al final del día de trabajo, guardo el teléfono celular. Un grupo de amigos en Whatsapp organiza para mañana una buena ida al cine en la capital. Por fin, en cartelera, se presenta la película de un ídolo de la juventud, el único y eterno Freddie Mercury. Qué dicha la mía, pienso un momento. Mañana, de vuelta en la ciudad, escogeremos la de cine que mejor sonido ofrezca. En fin, en la burbuja de la zona 10 tenemos suficientes opciones. Pero mi historia hoy aquí es con la familia de un deportado. Con estoico optimismo enfrenta su propia realidad, tras haber regresado a su municipio, sin su hijo —a quien dejó atrás—, y a su caserío, aislado, detenido en la prehistoria. El lugar donde no hay trabajo ni estudio ni salud, ni nada más que lo que la Madre Naturaleza les provee para el diario vivir.
Si Chocox ofreciera una sola visión de lo que es hacia un extraño, esta sería su respuesta sobre cuándo llegará el desarrollo a ese aislado lugar. La única respuesta realista quizá sería que nunca. Uno de esos sitios donde las familias cosechan lo que haya, después de inciertos inviernos, para la propia subsistencia. Donde pasará un millar de planes de prosperidad antes de que llegue un puesto de trabajo. En fin, en esos alejados caseríos, no hay más que unas 20 casas. Pregunto si hay idea viable allí. Lo que sí hay en Chocox son mujeres, hombres y jóvenes dispuestos, ansiosos por tomar las oportunidades de trabajo que sus antecesores tuvieron más libremente en los pueblos de EE. UU. Lugares donde la curva de la edad se pierde ante la pobre natalidad local, y donde las compañías instaladas requieren mano de obra para satisfacer su exigente economía nacional.
Quisiera rompernos en libertad del hipócrita doble discurso político actual. Uno en el que una horda de inconscientes acepta que el presidente de la nación más poderosa pretenda —quizás exitosamente— alcanzar el dominio, encaramándose para ello sobre los más indefensos de los países con más miseria de la región. La verdad es que tengo demasiado contacto con quienes han sufrido la peor cara de la migración para poder ser diplomático al respecto. Aquí, en la casa del deportado, degustando un caldo hecho con una de sus gallinas sacrificadas para darnos la bienvenida, recuerdo a Trump. Y lo recuerdo llamar a mis anfitriones “gente mala” y “peligrosa”. Y lo maldigo. Entra en mí la más sincera de las rabias. Lo detesto. Lo reniego y juro nunca caer en la moderación ante su insulto. Ante el atropello hacia la gente de mi país y mi región, que merece respeto mundial, ante su espíritu de aportar todo lo que tienen: su labor.
No hay insinuación que pueda ya alcanzar. Hay dos caminos posibles para la gente del país. O llega un poder político lo suficientemente hábil para dar dignidad al legítimo esfuerzo de aportar la economía estadounidense, o esta mayoría se hundirá en la humillación eterna, como una lacra mundial. Esta es la realidad en Chocox, y en tanto otro caserío, aldea, finca y cantón, lejano de las salas de cine y de los centros comerciales de la capital. Es cierto, me siento bajo presión. No todo en la vida debiera ser una reflexión social. Menos una esperada película sobre rock. Pero hoy estoy aquí. Y siento que todos debiéramos un día estar aquí.
@pepsol