EDITORIAL
Improvisación: ruta peligrosa
Los peligros de la improvisación en la oratoria de quien ostenta la presidencia de un país quedaron de nuevo claros el jueves pasado con el descuidado comentario de Jimmy Morales respecto de que ha tenido acceso a “rumores fundamentados” de un plan de golpe de Estado, así como su deseo de entregar el cargo democráticamente.
Esas frases fueron pronunciadas luego de varios días de haber permanecido en silencio y rehuido las preguntas de los periodistas. Se trató, entonces, de un regreso a ser el centro de la justificada crítica, de la discusión y del análisis de las consecuencias de hablar espontáneamente, es decir, de expresar pensamientos que emergieron en ese momento y por ello no fueron meditados.
Son potencialmente devastadores los efectos de expresarse de esa manera cuando se está frente a un micrófono en una actividad oficial —por tanto, pública. Las reacciones se han dividido en dos vertientes: una, la de quienes las toman en serio y por ello se ocupan de señalar las evidentes razones para interpretarlas como una advertencia a quienes en efecto tienen ese plan. De eso ha habido abundantes ejemplos en los comentarios de analistas, aunque ha sido notoria la poca reacción de quienes participan en la vida política.
La segunda vertiente va en la línea de considerar esas declaraciones como que no se pueden tomar en serio, al constituir otro ejemplo de imposibilidad de ejercer el cargo a causa de una mezcla de inexperiencia y poca capacidad. A eso se agrega su soledad debida a no tener poyo político alguno, comenzando con el del opaco y amorfo grupo que lo utilizó para llegar al poder y luego inició la tarea de convertirlo en un personaje de nula importancia.
Han pasado 13 meses desde su llegada al cargo y el presidente Morales reacciona como lo hace al comprobar que su nivel de mando en la realidad no es tan grande como se piensa desde afuera. La organización, la manera de funcionar del Estado, los intereses de sectores y de personas no se alteran con la simple llegada de alguien a la Presidencia como resultado del hastío ciudadano contra la clase política en general.
Podría ser así si se hubiera elegido a un monarca absoluto como los de hace cuatro siglos o a un presidente omnímodo al estilo de los numerosos dictadores latinoamericanos de buena parte del siglo pasado. Cambiar esto es necesario, pero no se logra de manera individual, sobre todo cuando se carece de liderazgo, que no equivale a popularidad ni a ser conocido y por ello lograr la victoria en una elección con votos favorables aunque irreflexivos, que otorgan un apoyo veleidoso, mutable, sustituido luego por el rechazo.
Si bien se ha comentado mucho sobre un retiro adelantado del cargo, no es conveniente para el país, porque sería el segundo en muy poco tiempo, aunque sea por medios previstos legalmente. Una de las formas de evitarlo es convencer al mandatario de que debe leer cuando habla en público y que sus ademanes y gestos deben obedecer a análisis e instrucciones de un equipo asesor, que sobre todo actúe con base en la lógica y el sentido común, que al ser violentados conducen a situaciones lamentables como la hoy comentada.