EDITORIAL

Peligrosos síntomas de deterioro social

El riesgo de convertir en victimarios y asesinos a ciudadanos normalmente pacíficos se acrecienta como consecuencia de la desesperación, temor y enojo ante el acoso que sufren por parte de delincuentes, ya sea por extorsiones, asaltos u homicidios, sin que las víctimas puedan vislumbrar una prevención eficaz, asistencia policial inmediata y procesamiento judicial efectivo.

Esto viene al caso como consecuencia del trágico suceso acaecido la noche del domingo en la aldea Concepción Sacojito, Chinautla, en donde un ciudadano no perteneciente a esa comunidad, tan cercana a la capital del país, fue retenido por enfurecidos vecinos que lo señalaban de integrar una banda delictiva que asedia a comerciantes y transportistas. Los aldeanos manifestaban estar hastiados del acoso de los criminales, pero justificaban su peligrosa e ilegal actuación al declararse totalmente desamparados por las autoridades.

La retención ocurrió de manera parecida a sucesos anteriores: supuestos testigos identificaron a William Aguilar como integrante de una banda, aunque según sus acompañantes solo había llegado al lugar a visitar unas piscinas recientemente inauguradas. Sin embargo, el cierre total de la comunidad a cualquier acción o negociación de las autoridades, así como a los cuerpos de socorro, impidió rescatar con vida al agredido, cuyo cuerpo quedó en una de las calles. Los familiares de Aguilar, quienes lograron salir del lugar con ayuda de la Policía, aseguran que la víctima era ajena a cualquier actividad reñida con la Ley.

Como en tantos otros casos resulta muy difícil comprobar la culpabilidad e incluso la inocencia de la persona señalada y asesinada en forma tumultuaria por un grupo presa de la histeria y de la estupidez, que se escudó en las sombras. Se trata de un nuevo acto de criminalidad colectiva detonado por el persistente convencimiento de inseguridad e indefensión, derivado de la usual percepción de inoperancia o connivencia policial y judicial, como consecuencia de la celeridad con que presuntos delincuentes recuperan su libertad en los juzgados y por la creencia de que tomando la justicia por mano propia será posible erradicar las acciones a largo plazo de las mafias.

El país se encuentra relativamente lejos de los años con mayor incidencia de retenciones y linchamientos. El pico de casos ocurrió en el 2013 con 529 víctimas, de las cuales 52 fueron asesinadas y 243 pudieron ser rescatadas, aunque muchas veces con graves heridas. Este año, hasta el 31 de julio, ya suman 68 casos confirmados de golpizas y agresiones contra presuntos delincuentes, de los cuales 11 han muerto, de acuerdo con estadísticas de la Procuraduría de Derechos Humanos.

Tan lamentable como la pérdida de vidas y las lesiones es el daño que sufren las propias comunidades, puesto que la explosión violenta que presuntamente castiga a un criminal carece de toda legitimidad legal y no tiene continuidad efectiva a lo largo del tiempo. El crimen colectivo acarrea efectos deshumanizantes sobre quienes participan, aun cuando crean que sus motivaciones eran legítimas, que no pueden serlo jamás. Todo linchamiento refleja una fractura social, una desconfianza mutua que rechaza incluso al ordenamiento legal que da el verdadero sustento a la vida en sociedad.

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