LIBERAL SIN NEO
Primero, no hagas daño
Un aforismo de Robert Louis Stevenson dice: “Ser lo que somos y convertirnos en lo que somos capaces de ser es el único fin de la vida”. Aun cuando en términos biológicos podría decirse que el único fin de la vida es reproducirse, Stevenson encierra, en una frase, toda una concepción de la obligación moral del hombre, que abunda en enseñanzas religiosas, éticas y literarias. En la mitología griega, Zeus le ordena a Perseo que encuentre y cumpla con su destino. Nuestra formación y conciencia crece acompañada de aforismos de sabios, santos y héroes culturales, desde Confucio, Eclesiastés y el Rey Salomón, hasta El Quijote o John Kennedy.
Robert Higgs es un polifacético historiador económico. Entre sus logros profesionales menos importantes se encuentra el haber estado en el comité de mi tesis doctoral. Edita una prestigiosa revista académica arbitrada, The Independent Review y ha escrito muchos libros y artículos. Uno de los primeros que le dio reconocimiento fue Crisis y Leviatán (1987), en el que Higgs, con evidencia histórica, explica cómo episodios críticos en la historia de EE. UU. condujeron al crecimiento del Gobierno. Acuñó la frase ratchet effect, en chapín efecto tricket. El gobierno amplía su radio de actividad y control para enfrentar una crisis momentánea y cuando esta ha pasado no regresa a su nivel anterior, sube y no vuelve a bajar. Este efecto es una de varias fuerzas causales que provocan el crecimiento del gobierno, ensanchando su radio de actividad y control sobre las personas.
Uno de sus más recientes artículos se titula First, do no Harm (2017) —“Primero, no hagas daño”, que es el antiguo aforismo atribuido a Hipócrates y constituye el llamado “juramento hipocrático” y advertencia en la ética médica. A Higgs le parece una regla eminentemente sensata y la equipara a la enseñanza moral de que no se debe hacer el mal con la esperanza, incluso expectativa, de que el bien resultará de ello. Piensa que esta idea merece una aplicación mucho más general, más allá de la medicina y bioética, y que sería una bendición que se aplicara en todas las acciones de gobierno. Reconoce, sin embargo, que si se aplicara de manera amplia en todos los ámbitos, probablemente clausuraría el gobierno como lo conocemos hoy. “Tal gobierno involuntario no puede ni existir sin antes hacer gran daño —a decir, compeler tributo de uno y todos para sostener el gobierno, a pesar de que muchos de aquellos obligados a pagar quizás no quieren tener nada que ver con el gobierno y otros quizás quieran el gobierno pero no valoren sus servicios tanto como valoran los fondos a los que tienen que renunciar”, observa Higgs.
Episodios históricos coyunturales que demarcaron el fin de la monarquía absolutista, como la Revolución inglesa (1649, 1688), la Revolución francesa (1789) y la Revolución de EE. UU. (1776), tenían más que ver con proteger a la población de los caprichos y excesos del poder soberano o nacional, y menos con qué haría el gobierno por ellos o qué “servicios” les daría. La indignación y rechazo surgió por el tributo caprichoso y excesivo, la otorgación de monopolios y los obstáculos al comercio y la libertad individual que limitaban la movilidad social, y no por la exigencia de servicios y beneficios del gobierno.
Los gobiernos modernos se parecen más al soberano absolutista de antaño, ahora legitimado por el espejismo del voto mayoritario, que dicta sobre la vida y patrimonio de uno y todos, que al soberano que no ejerce control sobre las vidas y bienes de sus ciudadanos, que visualizaban estos grandes movimientos liberadores.
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