AL GRANO

¿Tenemos leyes buenas?

Sobre la cuestión de si Guatemala tiene leyes buenas o malas o, dicho de otra forma, si con otras leyes se hubiera evitado llegar a la crisis institucional por la que atraviesa, es necesario, creo yo, responder que “depende”.

Me refiero a que, si uno se fija en la mayor parte de las normas vigentes, digamos, para 1985, casi todas las conductas que han dado lugar a las investigaciones y procesos penales que llenan por estos días las páginas de los diarios ya existían. En unos pocos casos, lo “tipos” penales, es decir los supuestos o hipótesis definidos en las normas aplicables, eran menos específicos. En otros, la persecución penal era quizás más dificultosa.

Pero desde 1985 a la fecha no se ha hecho más, en mi opinión, que especificar un tanto más ciertas conductas y se han generado dos o tres regímenes administrativos (como el de la prevención del lavado de dinero) que pudieran considerarse nuevos.

La crisis se ha producido porque el conjunto de las instituciones del sistema de justicia del país no funcionaron. Principalmente, el Poder Judicial. Las leyes no han sido perfectas, algunas quizás tampoco han sido suficientemente claras o contundentes, pero, a mi parecer, ha sido la disfuncionalidad de la “maquinaria” que debía interpretarlas y aplicarlas la que engendró la crisis.

Cada vez que se juzgaba por los medios de comunicación social a una determinada legislatura como “improductiva” por el reducido número de leyes que había aprobado, realmente a quien se juzgaba era al Poder Judicial. La sensación de que hacía falta promulgar más leyes para enfrentar este o aquel problema, este o aquel fenómeno, era una sensación falsa. Lo que la sociedad percibía y a lo que los políticos respondían era una falta de aplicación coherente y consistente de las reglas vigentes. Era una falta de articulación de los criterios y pautas —la jurisprudencia— que toda sociedad necesita para que sus agentes económicos, culturales, profesionales, gubernamentales, etcétera, puedan actuar con certeza jurídica.

A los expertos internacionales, que durante esas más de tres décadas llegaron en abundancia, se les dio la misma explicación: “es que nuestras leyes…” Pero no era posible —ni era verdad— que no hubiera leyes que prohibieran —castigando— los diversos actos de corrupción que daban, o las evasiones de impuestos, las simulaciones y las falsedades, etcétera. Paradójicamente, al esgrimir ese pretexto, se dio ingreso al ordenamiento jurídico nacional a figuras delictivas cuya naturaleza y características eran otras. Ya no importaba la deliberada mala intención, “el dolo”. Ya no importaban la negligencia notoria ni la mala fe manifiesta. Y muchos de los que en la actualidad enfrentan procesos penales han quedado sujetos a un régimen mucho más severo porque, el que existía, no se aplicaba.

No veo otra solución como no sea reorganizar totalmente al Poder Judicial. Necesitamos “salir del siglo XVII y pasar al siglo XXI”, y para eso hay que contar con un Poder Judicial verdaderamente independiente, verdaderamente dotado de recursos, verdaderamente dotado de las herramientas necesarias para ser contrapeso certero en el sistema constitucional y para tutelar efectivamente los derechos de los ciudadanos. Todo lo demás viene después.

ESCRITO POR:

Eduardo Mayora

Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona y por la UFM; LLM por la Georgetown University. Abogado. Ha sido profesor universitario en Guatemala y en el extranjero, y periodista de opinión.