AL GRANO

Uno de esos ajustes impostergables

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Con el paso de los años el impuesto único sobre inmuebles (Iusi) ha venido a convertirse en una de las “farsas colectivas” más grandes de la historia nacional. Me refiero a que han de ser “contados con los dedos de una mano”, como dice el dicho, los inmuebles que están declarados ante el Fisco a su valor de mercado.

Seguramente haya inmuebles que, porque no se han negociado en mucho tiempo, por ejemplo, están en la matrícula correspondiente registrados a menos de una vigésima parte de lo que valen, mientras que otros, que forman parte de desarrollos inmobiliarios recientes, financiados por los bancos del sistema, muy probablemente figuran a más de dos tercios de su valor de mercado.

Por consiguiente, hay “diferencias relativas” enormes entre los valores declarados que benefician o castigan, de un modo totalmente arbitrario, a sus respectivos propietarios. Esto genera resentimientos y desmoralización entre los diversos contribuyentes, además de una merma generalizada de los ingresos tributarios.

Una de las razones por las cuales esta situación ha llegado tan lejos, me parece, se debe a que el Iusi grava tanto el suelo como también lo que sobre el mismo se edifica. Así, dos terrenos vecinos de iguales medidas pueden ser declarados a valores tan diferentes como si estuvieran situados a decenas de kilómetros de distancia. Basta que en uno haya una edificación de mucho valor y en el otro haya una “galera” —cosa que no es nada inusual en muchas de las ciudades del país—. En esas circunstancias, es decir, de tanta falta de uniformidad, es casi imposible que la Administración Tributaria —sea la nacional o las de las municipalidades— pueda detectar las subvaluaciones o diferencias de valor injustificadas.

Una solución sería que se grave, solamente, el suelo. Quizás con dos o tres variantes, no más. De ese modo, la planeación urbana también sería más fácil, pues en las zonas dedicadas a edificios de más de 10 plantas, por ejemplo, el valor del suelo, para efectos del Iusi, sería mucho más alto que en aquellas otras previstas para edificaciones de una o dos plantas o para las zonas dedicadas a actividades industriales.

En cualquier caso, el hecho de que haya tantas y tan graves distorsiones impide que se puedan desarrollar mejor los negocios inmobiliarios y, para el Fisco, es una fuente de evasión y de elusión fiscal gigantesca. El proceso para resolverlo no es fácil, pero tampoco es imposible. Y, en un país en el que las inversiones inmobiliarias son tan importantes para todo nivel de inversores —desde la familia de clase media que paga una hipoteca por 20 años, hasta los grandes conglomerados empresariales, que organizan sus divisiones inmobiliarias—, la reforma del sistema es impostergable.

Dicha reforma pudiera conceder a los propietarios no comerciales un plazo de, por ejemplo, cinco a seis años y a los desarrolladores comerciales uno de siete o de 10 años, para la actualización del valor de sus propiedades inmuebles. Paralelamente, el tipo impositivo, tendría que ir descendiendo de los actuales porcentajes a unos nuevos, realistas y razonables. Aquellos propietarios que no pudieran hacer frente a su carga fiscal contarían con un plazo razonable para vender o para hacer otros negocios que resolvieran su situación o para cambiar de uso o destino sus inmuebles. Pero, lo más importante de todo sería que, al cabo de esos plazos, esta inmensa farsa colectiva habría terminado y los mercados inmobiliarios podrían desarrollarse de muchas otras formas mucho más eficientes.

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ESCRITO POR:

Eduardo Mayora

Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona y por la UFM; LLM por la Georgetown University. Abogado. Ha sido profesor universitario en Guatemala y en el extranjero, y periodista de opinión.