EDITORIAL
Unos en la pena y otros en la pepena
Este dicho, que se ha hecho muy popular para describir muchas de las realidades que se viven en Guatemala, refleja a cabalidad lo que ocurre en estos días, cuando afloran las demandas de recursos adicionales desde distintos sectores oficiales, aunque también quedan en evidencia las penurias en otras entidades.
El primer caso lo ejemplifican los empleados del Organismo Judicial, quienes en cuanto se percataron de la existencia de un remanente financiero, organizaron el bullicio para clamar porque les repartieran un bono navideño disfrazado bajo el concepto de seguridad, pero que les costará a los contribuyentes más de Q42 millones.
De manera simultánea aflora una contrastante realidad que choca con el reparto de recursos financieros para los empleados judiciales, y es la penosa situación que atraviesan miles de agentes de la Policía Nacional Civil (PNC), institución que a casi 20 años de haber sido creada, se constituye en una de las más abandonadas y descuidadas por el Gobierno.
La historia de la PNC se remonta a 1996, cuando su creación queda establecida en los acuerdos de paz, pero uno de sus mayores problemas es que surgió de un pasado muy contaminado por la conflictividad y la corrupción, y esa mancha ha estado presente en la entidad hasta el día de hoy, pero con una problemática mayor, pues para atender la demanda de seguridad sus recursos son muy limitados y muchos de estos, en un mal estado.
Esa ha sido una de las mayores lacras que alteran el desarrollo de la PNC, y es un mal que tiene raíces profundas, algunas de estas surgidas en las décadas más crudas del conflicto armado interno, que llegó a cobijar a funcionarios todopoderosos, involucrados incluso en serias violaciones a los derechos humanos, como el caso del prófugo de la justicia Donaldo Álvarez Ruiz, quien encabezó el Ministerio de Gobernación en una de las épocas más tenebrosas en la historia del país.
Las figuras de esas autoridades represivas fueron sustituidas posteriormente por las de funcionarios dominados por la codicia, y aunque hubo algún leve descenso en los primeros años de este siglo, el mal ha vuelto a incrustarse en las filas de la PNC, donde muchos agentes no han podido escapar de las garras de la corrupción.
Resulta difícil creer que sobre un agente de la PNC recaiga la responsabilidad de pagar su propio uniforme o que eventualmente centenares de ellos deban costear su propia alimentación cuando cubren turnos extraordinarios y, encima, deban guardar silencio respecto de esos atropellos.
Esos son argumentos para que fácilmente muchos agentes policiales puedan caer en las garras de la corrupción, porque no solo sus sueldos son bastante bajos, sino también porque la corruptela se ha convertido en una cultura que se respira en todas las instituciones, y si desde arriba se recibe el mal ejemplo resultará muy cómodo emular esas acciones.
Quizá por ello es que la imagen de la PNC sigue siendo una de las más precarias, y solo el tiempo y un denodado esfuerzo podrán revertir esa situación.