EDITORIAL
Zombis de la política
Guatemala es uno de los más grandes cementerios de partidos políticos y pareciera que mediante un conjuro maligno muchos personajes hubieran reencarnado en nuevas figuras de un pasado de oprobio.
A fuerza de dignidad, una tenaz lucha contra la corrupción parece ser el mejor antídoto contra esos esperpentos que se resisten a desaparecer de un escenario en el que ya no tienen cabida, aunque todavía veremos el lento avance de esos autómatas hacia su morada final cuando los sepulte un alud de votos.
Ese es el actual panorama político guatemaltecos, donde deambulan y aún vociferan numerosos cadáveres políticos que se resisten a un último acto de dignidad para retirarse en silencio, con el último aliento de valor, antes de que el vendaval de indignación disperse sus restos a lo largo y ancho de una república impulsada por el anhelo de cambio, sin demagogia ni triquiñuelas.
Uno de esos penosos protagonistas es el presidente Jimmy Morales, quien pecó de ingenuo o de inmoral al asumir un reto para el que no estaba preparado y sobre el cual tampoco quiso cumplir sus propias palabras, como las de renunciar con dignidad si se lo pedía la Plaza o contratar personas listas, ante sus evidentes limitaciones, cosas que no cumplió y, por el contrario, se rodeó de gente perversa que lo utilizó para implementar sus propios proyectos y además corromperlo hasta la complicidad.
Morales pasará a la historia como un de los más fugaces políticos y quien tuvo en sus manos la enorme posibilidad de cambiar en algo la dolorosa vida de millones de guatemaltecos y de inyectarle un poco de decencia a la política, pero ni siquiera había saboreado las mieles del poder cuando financistas y corruptores ya le habían tendido las redes de la perdición, en las cuales se enredó rápidamente y el resto lo hizo la perversidad de sus colaboradores más cercanos y quizá una inclinación a ver la corruptela como algo normal.
Hoy, el despertar ha sido brusco para él y muchos de sus colaboradores que creyeron que se podía continuar esquilmando a un pueblo demasiado noble, demasiado tolerante y también demasiado incauto como para soportar por tanto tiempo el abuso de una clase política perversa y cleptocrática, sin un ápice de decencia.
Junto al mandatario se movilizó una de las más grandes estructuras de impunidad, capaz de violentar la misma legislación para perdonar crímenes, hasta los que ya deberían ser catalogados como de lesa humanidad, como la corrupción y sus devastadores efectos en países con recursos y recaudación tributaria limitada.
De no haber sido por la valiente actitud de quienes hoy integran la primera fila del Ministerio Público y de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, el país habría continuado su decenso a los infiernos, bajo el imperio de grupúsculos de adoradores del vudú, lo cual ahora parece empezar a desvanecerse, no solo por la valiente actitud de miles de guatemaltecos, sino porque también la comunidad internacional ha puesto sus ojos sobre nuestra crítica situación.