Cada año, Los Niños Cantores de Viena son vistos en el mundo por, aproximadamente, medio millón de espectadores. El antiguo coro del que Franz Schubert (1797-1828) fue integrante, ofreció un recital el 26 de agosto en el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, y cuatro niños músicos guatemaltecos participaron en este.
Joshua y Jonathan Osorio Tally, Ángel García y Felipe Cojom López esperaban detrás de bambalinas. Serían los teloneros del concierto.
Despojados del nerviosismo de esa noche, Joshua y Jonathan se sientan frente al piano en una de las aulas del Conservatorio Nacional de Música para interpretar un dueto de Anton Schmoll.
Los dedos de Joshua, el menor de los hermanos, se enredan durante algunos segundos. El error es perdonado con una sonrisa y un guiño de su hermano mayor Jonathan, mientras continúa tocando.
En casa no cuentan con un piano, solamente con un teclado producto de los ahorros de su padre. Cuando la puerta del parqueo donde viven se cierra y las últimas bocinas de los automotores que circulan por el centro capitalino se diluyen, Bach se instala ahí. La noche es amenizada con minuetos.
Los niños tuvieron su primer encuentro con la partitura cuando aún eran pre escolares. Este año ganaron una beca para estudiar en un colegio que les permitirá dedicarse más horas a la música.
El apoyo familiar es decisivo para muchos pequeños artistas, explica Keith Swanwick en su libro Música, pensamiento y educación. Reconoce que “la conducta musical de los niños aflora en un proceso evolutivo que depende de las oportunidades, del entorno musical y de la educación”.
Felipe, el flautista del grupo, tiene 13 años. Su voz ha comenzado a cambiar y es dueño de un incipiente bigote.
Los elementos de los que habla Swanwick para moldear una conducta artística parecen estar en Felipe, quien viene de una familia de músicos. “Podríamos formar una orquesta”, dice entre risas.
Su padre toca el piano, y sus hermanos el violín, el violoncelo y el corno francés. Su aspiración es ser uno de los flautistas de la Orquesta Sinfónica. “Me gusta la flauta porque me recuerda el sonido de los pájaros”, dice con voz suave mientras convoca al salón a Bach, Vivaldi y Andrea Bocelli.
Sumar es difícil
Ángel tiene 8 años, ni siquiera ha mudado de dientes. Es frágil y diminuto, así como su pequeño violín. Acaba de concluir el primer grado y con mucha seriedad reconoce que “es más difícil aprender a sumar que tocar un minueto de Mozart”.
Interpretar un violín es un ejercicio de disponibilidad muscular, hay que intentar no apretarlo y al mismo tiempo no contraerse sobre el mango, no aferrarse demasiado al arco; pero tampoco permitir que la mano esté flácida. Una postura adecuada redunda en la libertad del movimiento para tocar.
Así las cosas, aunque Ángel no lo considere así, quizá es más fácil aprender a sumar.
Gracias a San Juditas
Obtener el diploma de sexto grado a los 37 años es lo mejor que el 2014 le ha dejado a Dalila Hernández, quien comenzó a estudiar para ayudar con las tareas a su hijo menor.
Dalila Hernández tiene 37 años y acaba de obtener el diploma de sexto grado, como parte del programa del Comité Nacional de Alfabetización (Conalfa).
Su casa está llena de imágenes de San Judas Tadeo, patrón de las causas desesperadas. “San Juditas me ayudó”, dice convencida Dalila mientras sostiene su diploma.
Hace tres años vio un rótulo de alfabetización frente a la escuela Alejandro Marure en la zona 6. Su hijo menor Manuel, en aquel entonces cursaba primer grado.
“No podía ayudarlo con las tareas, porque nunca había aprendido a leer”, recuerda. Esa misma tarde decidió tomar la primera clase.
Madre e hijo se sentaban cada tarde a practicar las operaciones básicas, aunque dividir sigue siendo un reto, reconoce Dalila.
“Cuando una está grande siente vergüenza de ir a la escuela, pero logré mi objetivo y hoy soy la única de cuatro hermanos que sabe leer y escribir”, comparte.
Imparable
A diferencia de otros libros de sexto grado, los de Dalila versan sobre patrimonio cultural, democracia, participación política, la pequeña empresa y cooperativismo.
Su siguiente plan es estudiar el ciclo básico acelerado y, después, secretariado comercial.
Dalila se pregunta si cuando se gradúe, pues ya tendrá 40, alguien querrá contratarla. Luego el entusiasmo parece invadirla otra vez: “¡Ya empecé y ahora nadie me va a parar!”
Según cifras oficiales de la Organización de Naciones Unidas (ONU), la tasa de analfabetismo en Guatemala se redujo de 38.78 por ciento a 16 en los últimos 20 años.
Despertar
Ver la luz después de una cirugía cerebral ha sido el momento más feliz de Abda Maldonado, quien a los pocos meses se graduó de la universidad.
El despertar de Abda Maldonado, el 6 de marzo de este año, fue distinto al de los otros 10 mil 200 que había vivido durante sus 28 años de vida. Fue diferente porque abrió los ojos después de una cirugía cerebral que duró 13 horas.
Además era el día de su cumpleaños, aunque en ese momento no estaba consciente del acontecimiento, pues le extrajeron un tumor de 15 centímetros de largo que le afectaba el lado izquierdo de la cabeza.
“Desperté desubicada, no recordé nada, no sabía por qué estaba ahí, no podía moverme. Tenía aparatos por todos lados”, rememora Maldonado, quien en ese momento se encontraba en la sala de Intensivos de Neurocirugía del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social.
Lo primero que ocupó su mente fueron las imágenes de cuando tenía 7 u 8 años. “Me dormía y volvía a lo mismo. Eran como episodios de mi infancia”, evoca Maldonado.
Mientras tanto, su familia tenía miedo de que no recordara nada de su pasado o que nunca despertara.
“Ahora razono que ver nuevamente la luz del día en esa fecha ha sido el momento más feliz de mi vida, después de permanecer hospitalizada desde el 23 de noviembre del 2013, hasta el 27 de marzo del 2014 cuando fui dada de alta”, afirma.
Otro momento que la llenó de felicidad este año fue haberse graduado de licenciada en Administración de Empresas por la Universidad de San Carlos (5 de julio), acto que había pospuesto desde noviembre del 2013, por los síntomas del padecimiento.
La alegría de estos hechos no solo los ha vivido ella, también sus hijos Christian, quien nació el 2 de septiembre del 2013, cuando ella vivía los síntomas de su enfermedad, Kevin (5) y su esposo Daniel.
Salto de oro
Jorge Vega no sobrepasa el 1.50; su estatura, agilidad y perseverancia le permitieron colgarse dos medallas.
En gimnasia, un buen salto requiere de una carrera acelerada, despegar de un trampolín, mientras los pies se elevan por encima de la cabeza hasta caer en el potro. Los giros y saltos mortales que se ejecuten después aumentarán el punteo.
En el sexto día de competencia de los Juegos Centroamericanos y del Caribe del 2014, que se llevaron a cabo en noviembre en Veracruz, México, Jorge Vega obtuvo con esta especialidad la medalla de oro. Al día siguiente sumó otra de bronce por su rutina de ejercicios de piso.
Vive en Antigua Guatemala, tiene 19 años y acaba de graduarse de bachiller.
Pero una década atrás mientras su madre, Ángela, limpiaba casas durante el día, —hoy trabaja en un beneficio de café—, él y sus dos hermanos se entretenían caminando por las empredradas calles de dicha ciudad. Un día de tantos llegaron a la Casa del Deportista.
“Impartían una clase de gimnasia. Cuando el instructor terminó, entramos sin permiso. Él nos vio y preguntó si queríamos entrenar, pero nosotros no teníamos dinero. Para él ese detalle no fue impedimento”. Días después, ensayaban junto a la pared las paradas de manos, “candelitas”, con la cabeza apoyada en el suelo y las piernas estiradas sobre los brazos.
El secreto de los entrenamientos, primero en Antigua y luego en la capital, se mantuvo hasta la primera competencia. Aunque, fueron reprendidos, finalmente obtuvieron el permiso.
El pequeño Jorge, de 11 años, viajaba desde la ciudad colonial a la capital para entrenar los viernes y sábados. Después desde jueves. Asistía prácticamente la mitad de la semana a clases.
Hoy Jorge planea estudiar administración de empresas y formar equipos de niños que practiquen el deporte por motivos lúdicos, porque desean explorar el deporte. “China tiene 32 o 34 equipos porque fomentan la alegría “, dice.
Pero mientras ese momento llega, no deja de tener presente a Río 2016.
“Estoy de pie”
La quebradura de dos vértebras no le impidieron que volviera a caminar.
Una ráfaga de viento fue fatal para el deportista Jorge Rodríguez, debido a que hizo colapsar su parapente —planeador ligero flexible—, el cual se desplomó desde unos 75 metros. Cayó entre unos cultivos ante la mirada atónita de dos compañeros y su hermana, Jacqueline, quien grababa el vuelo.
“El golpe provocó que mis rodillas subieran hasta el pecho. Mi hermana me decía que moviera las piernas pero no podía. ¡No sentía nada! En cambio, de la cintura para arriba experimentaba un dolor infernal”, recuerda Rodríguez.
Esta tragedia sucedió el 14 de marzo del 2010 en una montaña de la aldea El Chipotón, Sumpango, Sacatepéquez, a eso de las 12 horas. De inmediato sus compañeros llamaron a los bomberos que llegaron aproximadamente a las 13.30 horas; llegaron a pie por lo escabroso del lugar.
“A eso de las 19.30 horas ingresé al Sanatorio Hermano Pedro, en el Anillo Periférico, donde me tomaron radiografías. Tenía explotadas las vértebras D-12 y la L-1, lo que me causó paraplejía”, relata Rodríguez, quien después de este hecho trató de suicidarse dos veces tomando sobredosis de medicamentos debido a que no aceptaba estar paralítico.
Al salir del hospital los médicos le dijeron que las posibilidades de que volviera a caminar “eran nulas”, por lo que su familia le compró una silla de ruedas.
En mayo de ese mismo año, —2010— un amigo le recomendó que fuera a Fundabiem para recibir terapias. Rodríguez asistió durante cuatro años a esta institución para ser tratado.
En mayo de este año, en dicha Fundación le dijeron que nunca se imaginaron que se recuperara tanto y pronto. “Estoy de pie”, dice con satisfacción.
Bendiciones en metálico
Las dádivas vienen de muchas formas. A Elisa le llegaron convertidas en Q600 mil.
“¡Buenos días! ¿qué tal amanecieron, salieron anoche?”, dice una señora de baja estatura y gigante sonrisa a dos de sus colaboradores.
Ella es Elisa*, tiene 57 años, una familia conformada por tres hijas y un esposo, y una cuenta de banco que abrió con los Q600 mil que ganó este año al jugar la lotería.
Muchos compran números que correspondan a fechas específicas, como aniversarios o cumpleaños, frotan el décimo por la espalda de un jorobado o por el vientre de una embarazada o le piden al vendedor que le entregue el boleto con la mano derecha. “Esas son supersticiones, yo nunca hago nada de eso, únicamente veo el número y si me gusta lo compro. Dios hace el milagro“, dice convencida esta izabalense que hace apenas unos meses atrás no tenía la costumbre de comprar “chachitos”, pero por insistencia de un cuñado empezó con este hábito.
Hoy, sin embargo, juega todas las semanas. Y cómo no, si esta no ha sido la única vez que ha sido, según sus palabras, “bendecida con creces“. Durante el 2014 ha ganado en cuatro ocasiones.
“El dinero me servirá para pagarle la universidad a mis hijas, y la primaria a mis ahijados. Claro que también haré un mi viajecito”, cuenta mientras guiña el ojo derecho.
¿Le ha cambiado la vida con este premio? Elisa dice que no. “Seguiré trabajando, porque soy como una hormiguita, no sé hacer otra cosa que trabajar, así ha sido durante toda mi vida”, manifiesta.
“Eso sí, comenta, si antes ayudaba a mi prójimo, ahora lo haré más. No soy de las que se hace de oídos sordos y va a la iglesia solo para rezar. Siempre he colaborado con los demás, y ahora tengo la obligación de hacerlo más”.
“Quiero agradecerle a doña Julita Galicia por haber sido la intermediaria de Dios para que ganara el premio mayor, y le pido a todos que no dejen de jugar la lotería porque sí se puede ganar”, expone Elisa.
* Nombre ficticio