Revista D

Los ángeles están en la tierra

Dirige el primer hogar en el país para niños y jóvenes de escasos recursos con enfermedades terminales.

Miriam Ríos de Aceituno, Directora ejecutiva de Fundación Ammar  Ayudando. Inauguró el hospicio Estuardo Mini, el 5 de abril último,  aunque la fundación tiene seis años. (Foto Prensalibre: Álvaro  Interiano)

Miriam Ríos de Aceituno, Directora ejecutiva de Fundación Ammar Ayudando. Inauguró el hospicio Estuardo Mini, el 5 de abril último, aunque la fundación tiene seis años. (Foto Prensalibre: Álvaro Interiano)

La bola de cristal gira, y mientras cae la nieve, Miriam Ríos de Aceituno se sumerge junto con Heidy Mejía, de 17 años, en un viaje imaginario por Nueva York. Durante media hora recorrieron la ciudad con los ojos cerrados. El objetivo era distraer a Heidy del dolor cuando la medicina ya no hizo efecto.

Ríos de Aceituno, 56, es directora ejecutiva de la Fundación Ammar Ayudando, que tiene a su cargo el hogar Estuardo Mini, en el kilómetro 25.5, carretera a El Salvador, destinado a apoyar a niños y jóvenes de escasos recursos económicos que se encuentran en la fase terminal de una enfermedad.

Su vocación de servicio empezó desde muy joven, y desde hace 13 años se involucró en el cuidado de pacientes terminales. En esta conversación, Ríos de Aceituno comparte su experiencia y motivaciones.

¿Desde cuándo comenzó en el servicio social?

A los 18 años, más o menos. Siempre pensé que era sumamente privilegiada, y no porque tuviera o no dinero, sino porque una tiene más de lo que necesita. Comencé ayudando en la calle, en los alrededores de la ciudad, siempre enfocada en niños. Dedicaba un día a la semana a hacer proyección social.

¿Cómo conseguía los fondos?

Con mi trabajo. La verdad es que siempre me ha abundado. Hay una Divina Providencia detrás de esto. Víveres, juguetes, ropa, ponchos, los salía a repartir. Normalmente lo he hecho sola, sin un grupo, pues no tengo temor de salir a las calles.

¿Alguna vez ha corrido peligro?

En 38 años, nunca. Del trabajo me iba a la calle. Siempre he pensado que Jesús ha estado a mi lado. También creo que si una no tiene temores, quizás no atrae esas malas vibras. Una vez al año, en diciembre, hacemos una actividad. Busco a pacientes que han estado con nosotros que no estén a más de dos horas de la Ciudad de Guatemala manejando. Junto con voluntarios del Colegio Village les llevamos bolsas de alimentos. Hemos visitado aldeas donde nos afirman que nadie ha llegado, ni los políticos. Al llegar y estacionarnos, comienzan a salir cantidad de niños. Los carros van llenos de comida y en ese momento pienso que no me va a alcanzar lo que llevamos.

Entonces sucede la multiplicación de los panes…

Totalmente. Repartimos las bolsas, jugamos, compartimos. Cuando regresamos, vemos que todavía hay cosas en el carro. Entonces continuamos la distribución en los lugares que nos quedan camino de regreso.

¿Cómo se involucró en la Unidad Nacional de Oncología Pediátrica (Unop)?

Fue hace más de 13 años. Tenía la inquietud de que al repartir en las aldeas no quedaba nada tangible. Sentía que faltaba algo más… Para mí, esto fue un llamado de Dios, una misión de vida. Empecé a buscar y me hablaron de Unop. Me enamoré del lugar y de niños increíbles. Era otro tipo de realidad. Les pedí un día para colaborar. Escogí los martes y comencé a llegar por las mañanas. Les llevaba refacción, materiales para pintar o manualidades, una grabadora, dulces.

¿Con qué realidad se encontró?

Siempre encontré en los niños una sonrisa impresionante. Una fortaleza increíble. Bastaba con una pequeña chispita para que su carita triste se volcara a sonreír, pintar o bailar. Me costó más con los adolescentes; la mayoría se quedaba viendo. Hasta que se me ocurrió hacerlos mis ayudantes. Les pedía que me ayudaran a repartir crayones, etcétera, y cuando menos sentía estaban sentados pintando.

Sin mayor técnica ha conseguido concretar sus objetivos.

Siento que son mensajes de allá arriba. No estudié Medicina ni nada parecido. Con los niños de nada me servía saber qué tipo de cáncer tenían. Tampoco iba con el interés de adoctrinarlos o catequizarlos, sino con el afán de que pasaran el día relajados y se olvidaran de la enfermedad por un rato.

En ocasiones les daba mi número de teléfono y estaba pendiente de su salud. De repente, los padres me empezaron a llamar para contarme las crisis de sus hijos. Así empecé a llegar a Unop más seguido.

Esta dinámica la fue llevando a apoyar a los niños en sus períodos de crisis.

Una mañana me llamaron para que estuviera presente mientras a los padres les daban la noticia de que su hijo era un paciente terminal. A partir de ese día comencé a estudiar el tema por mi cuenta, a buscar libros sobre cómo enfrentar la muerte y el duelo. Esto me abrió la mente en otra forma. A tal punto de que lo platico fácilmente en casa.

Supongo que la mayoría de estos niños tenían dificultades para regresar a casa.

La Unop es la única institución que tiene un departamento de cuidados paliativos, pero no espacio. Después de que le dan la noticia al papá, pasa con un equipo de especialistas que le ofrecen instrucciones para cuidar al paciente terminal, pero es un proceso que solo dura una hora. Después de eso se van por su cuenta.

Tras la mala noticia, salen a buscar transporte para trasladar a su enfermo; por lo general utilizan el servicio público para regresar a su pueblo; van cargando silla de ruedas, oxígeno, ropa, medicina. Yo los acompañaba en este proceso. Al principio les pagaba un taxi de Unop hacia la camioneta. Pero en otros casos los niños tenían tumores muy visibles, no aptos para subirse a un bus. Comencé a cotizar taxis para llevarlos hasta su casa en la provincia.

¿Esto lo hacía sola?

Sí. El 99 por ciento del tiempo. Es muy difícil involucrar a la gente en un tema como este, sobre todo porque te dicen que no tienen tiempo.

¿Cómo ha aprendido a manejar el dolor y la muerte tan de cerca?

Cuando ves a esos pequeños tan increíblemente fortalecidos en Dios, cuando ves que te ponen ángeles en el camino, te das cuenta de que estás haciendo lo correcto. Recuerdo el caso de una niña de Izabal, Leslie, de 13 años; estaba muy enferma. Uno de sus últimos deseos era tener rosas blancas. Era complicado. Fue una odisea encontrar a alguien que se las llevara, pero una muchacha desconocida a quien monitoreé me hizo el favor de llevárselas. Al final, cuando le quise hacer un depósito, me dijo: “No es nada, usted no sabe lo que hizo por mí hoy”.

¿Cuál de estas historias le ha impactado especialmente?

No sé, hay muchas. Hablando de ángeles, Leslie tenía leucemia. Hablaba poco pero tenía una linda mirada. En una oportunidad iba muy mal, tenía que viajar a Izabal. Cuando llegamos al bus en la zona 1 me dijeron en el mostrador que la camioneta estaba llena y que la próxima salía en cuatro horas. Les comenté que me urgía. Entonces me subí al bus, me paré enfrente de todos y dije: “Q200 a quien me ceda su asiento”. Se paró un señor. La subí cargada y cuando iba a darle el dinero me respondió: “No tenga pena”. El chofer subió dos banquitos y los puso en el pasillo. Hoy no sé quién era, pero la madre de Leslie dice que nunca lo olvidará.

Estas son las cosas que han hecho que yo siga moviéndome en donde estoy. Creo que la gente tiene que entender que los ángeles de Dios no están en el cielo, sino acá en la tierra. Es bien sencillo encontrarlos si uno los visualiza.

¿Usted no habla de muerte sino de transición?

Nosotros no morimos, trascendemos. Es como graduarse. Cuando trascendemos tenemos que haber cumplido, aprendido y estar listos. Y los niños lo están. Zoila, de 15 años, un día antes de partir nos dijo: “Ya entregué mi vida a Dios. Estoy lista, solo estoy esperando a que me llame”.

¿Cómo logra explicarse la partida de estos niños?

Pienso que todos tenemos una misión de vida, un para qué. Si la cumplo me voy a ir, no importa la edad. Estamos diseñados para trascender desde que fuimos concebidos. Además, está comprobado que Dios a estos niños les da una fortaleza especial cuando sufren antes de la edad en que encontramos nuestra respuesta espiritual. En ningún momento es un castigo. Dios es amor. Lo veo en función de la misión. Aquí aprendemos cosas impresionantes. Ves el milagro ocurrir en forma muy diferente a lo que la gente espera. Ellos esperan la sanación, pero ves hermanos que vuelven a hablarse. Conocen el mar, logras que los padres hagan más allá de lo que podían. Ya no pregunto por qué, sino para qué está sucediendo.

¿Cuál es la capacidad de atención del hogar?

Atendemos más o menos a 10 niños en un mes, por la alta rotación de los pacientes y el tiempo de vida. Es importante saber que el promedio de vida con cáncer no excede los cuatro meses, y con enfermedades renales, unos siete días. Además, los niños no quieren morir solos en un hospital, sino en paz, acompañados de sus padres.

Usted ha dicho que hay dos momentos claves en la vida.

El nacimiento y la muerte. Cuando el bebé nace, todos están felices mientras el recién nacido llora. Cuando la persona parte es a la inversa. Son los dos momentos más importantes de la vida y en este último no nos enseñan cómo manejarlo. Comenzaremos a ofrecer cursos para ayudar al paciente terminal y cómo la familia puede apoyarlo para enfrentar la muerte.

Nadie desea una enfermedad fatal; sin embargo, les permite a las familias tener el tiempo de despedirse, de decirse cuánto se quieren, de perdonar, abrazarse y estar allí. Esto no te lo da una muerte violenta, donde quedan en el aire mil cosas que no hiciste.

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