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Opinión: Tal vez podamos evitar algunos tiroteos masivos

Al parecer, en algún momento de la década pasada, Estados Unidos se resignó a considerar los tiroteos masivos como una especie de desastre natural inevitable.

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Opinión: Tal vez podamos evitar algunos tiroteos masivos

La evaluación de amenazas conductuales por lo general consiste en enviar equipos de consejeros y administradores capacitados a escuelas, universidades, lugares de trabajo y otros escenarios donde podría suceder un tiroteo. Foto Prensa Libre: Pixabay

Como los tornados o los terremotos, estas catástrofes localizadas parecen salir de la nada y le podrían ocurrir a cualquiera de nosotros. Son bastante excepcionales; según la definición que cada quien tenga de un tiroteo masivo, hay de un puñado a unos pocos cientos en Estados Unidos al año. No obstante, aunque se estima que son la causa de menos del uno por ciento de todas las muertes por arma de fuego, los estragos que provocan los tiroteos masivos superan sus cifras, puesto que socavan nuestro sentido colectivo de bienestar y seguridad pública. El temor siempre está al acecho, el siguiente gran tiroteo siempre está a la vuelta de la esquina.

Y al igual que con los desastres naturales, parece que lo máximo que puede hacer nuestro país con respecto a los tiroteos masivos en la actualidad es realizar simulacros que nos preparen para su inevitabilidad. Nuestro discurso sobre estos incidentes está atrapado en un ciclo negativo y polarizado. Ocurre un tiroteo y todo el mundo sigue el mismo guion. Un lado exige mejores leyes de control de armas, el otro lado ofrece oraciones y culpa con cinismo a las enfermedades mentales. Luego, nos olvidamos del horror, al menos hasta que ocurre el siguiente. Es como si hubiéramos llegado a aceptar que vivimos en ese clásico titular de The Onion: “‘No hay forma de evitar esto’, dice la única nación donde pasa esto con regularidad”.

Sin embargo, en un nuevo libro fascinante, “Trigger Points: Inside the Mission to Stop Mass Shootings in America”, el periodista Mark Follman plantea el argumento de que, a pesar de nuestras inextricables diferencias políticas y culturales, los tiroteos masivos no tienen que ser inevitables.

Follman arguye que, incluso ante la ausencia de regulaciones más sólidas para las armas, hemos logrado avances en cuanto a la comprensión y tal vez hasta la prevención de las formas más notables de tiroteos masivos, ataques en los que tres o más personas son asesinadas a propósito y al parecer de forma indiscriminada, a menudo, a manos de un agresor solitario.

¿A quién me refiero cuando digo “hemos”? Especialistas en salud mental, investigadores académicos, autoridades de seguridad a niveles estatal y federal, así como administradores de escuelas y universidades de todo el país. Follman explora la historia y promete un campo interdisciplinario conocido como “evaluación de amenazas conductuales”, un conjunto de ideas para ayudar a las autoridades a reconocer y redirigir a un posible tirador a una mentalidad lejos de la violencia. Al centro de este modelo está la noción de que los tiroteos masivos no son como relámpagos, no son solo ataques repentinos e imprevistos que involucran a gente que solo “tiene un colapso nervioso”. Los tiroteos masivos son más parecidos a las avalanchas: tardan tiempo en formarse, por lo general siguen un patrón predecible y, si sabes cuáles son los factores causantes, a veces puedes detectarlos a lo lejos y quizá incluso evitar que sucedan.

El modelo varía, pero la evaluación de amenazas conductuales por lo general consiste en enviar equipos de consejeros y administradores capacitados a escuelas, universidades, lugares de trabajo y otros escenarios donde podría suceder un tiroteo. Para evitar que una persona asesine a otras, estos equipos buscan patrones de comportamiento que, según trabajos de investigación, la gente suele manifestar cuando está en vías de perpetrar un ataque masivo. Entre las “conductas de advertencia” de los agresores en potencia se encuentran actos de agresión y violencia, acoso, comunicaciones amenazantes, una fascinación con perpetradores previos y, claro está, la planeación y preparación de un ataque. En muchos casos, estas señales son evidentes: para los amigos, los familiares, los compañeros de clase y los maestros del posible agresor, así como otras personas de su comunidad, a menudo es evidente que la persona está perturbada.

Follman da seguimiento a un equipo que detecta amenazas en Salem-Keizer Public Schools, un distrito escolar de Oregón con unos 40.000 estudiantes que fue uno de los primeros de su tipo en el país en adoptar la evaluación de amenazas conductuales. Uno de los casos del equipo giraba en torno a un muchacho de 17 años que llamó la atención del equipo de detección de a amenazas de Salem-Keizer en 2019, después de que maestros y alumnos lo escucharon hacer varios comentarios aterradores.

“No vengas a la escuela este viernes”, lo escuchó decir un estudiante. “Voy a venir con la semiautomática de mi papá y le dispararé a todos”. La primavera anterior, el chico le dijo a una maestra que, en vez de asistir a un mitin que estaban planeando unos estudiantes en contra de la violencia con armas de fuego, “tal vez le dispare a toda la escuela”. Un maestro de Ciencias declaró que el chico le preguntó cómo hacer gas venenoso. Una consejera declaró que lo escuchó decir que “no tenía amigos” y que se sintió humillado después de tropezar hace poco en la escuela; a la consejera le preocupó que estuviera en riesgo de suicidarse, agredir, o ambas.

El equipo de detección de amenazas —conformado por más de una docena de expertos en educación, salud mental, servicios sociales y justicia juvenil— respondió con un esfuerzo de gran envergadura. Un policía asignado a la escuela visitó la casa del chico para investigar su acceso a las armas de fuego. El equipo se mantuvo en contacto cercano con su madre y la presionó para que protegiera la caja fuerte donde guardaba un arma y hablara sobre seguridad con los padres cuyas casas visitaba su hijo. Asignaron a agentes de seguridad para que monitorearan los movimientos del chico en la escuela.

Sin embargo, en vez de limitarse a castigarlo, los administradores y los maestros entablaron una buena relación con él. La llamaron una estrategia “envolvente”: “Le brindaron apoyo académico, orientación y oportunidades para ingresar a programas tanto dentro como fuera de la escuela”, escribe Follman. Para cuando terminó la intervención, la conducta del chico parecía haber cambiado. Les dijo a los administradores que se arrepentía de haber realizado los comentarios aterradores y pidió mantenerse en contacto con el psicólogo principal del equipo de detección de riesgos.

No hay manera de saber a ciencia cierta si la respuesta del equipo de Salem-Keizer evitó un tiroteo o un suicidio o si tan solo ayudó a un chico afligido que corría el riesgo de pasar inadvertido, aunque Follman cree que el equipo logró evitar que el chico planeara y pensara en actos de violencia después de tomar medidas significativas. Hay estudios en curso enfocados en responder ese tipo de preguntas en términos más generales, pero, en todo caso, es imposible determinar una hipótesis de contraste definitiva.

No obstante, parte de lo que promete una evaluación de amenazas conductuales es que, al crear un sistema que detecte e investigue señales de los peores peligros, también se puedan resolver problemas más habituales en la educación. Una investigación en escuelas de Virginia, donde a los distritos se les ha exigido establecer equipos de evaluación de amenazas desde 2013, reveló que la práctica ha reducido los reportes disciplinarios y las denuncias de comportamientos intimidatorios y agresivos. En un estudio, los maestros de las escuelas con sistemas de respuesta a amenazas reportaron sentirse más seguros.

El éxito evidente ha producido una mayor aceptación; en la actualidad, por ley se exige una evaluación de amenazas en dieciocho estados. El modelo también se ha popularizado entre empresas que buscan evitar la violencia en el lugar de trabajo, pero Follman resalta que a los profesionales les preocupa que, a medida que ha crecido el espacio, más gente no calificada ha ingresado en él. Follman escribe sobre “‘seminarios de capacitación’ dirigidos por personas sin ninguna experiencia operativa en evaluación de amenazas”.

Hay ciertas inquietudes en torno a la evaluación de amenazas conductuales. Una es que la práctica podría fomentar la discriminación de estudiantes y trabajadores. Otra es que los equipos de amenazas podrían invadir la privacidad de las personas al realizar, por ejemplo, una vigilancia profunda de sus publicaciones en redes sociales. Follman arguye que esas medidas tipo emboscada son poco prácticas. Aunque muchos tiradores masivos encajan en cierto perfil —por ejemplo, muchos de ellos son hombres jóvenes blancos—, las características son tan amplias que no sirven para predecir. Examinar todas las publicaciones de alguien en Facebook en busca de comentarios problemáticos también sería de poca utilidad: habría demasiados con los cuales trabajar. En cambio, la evaluación de amenazas se centra en el comportamiento de los posibles tiradores, en qué dicen y hacen, cómo actúan en compañía de otras personas y no en quiénes son. Es posible que los expertos analicen las publicaciones de un individuo en Facebook, pero esto solo suele ocurrir cuando tienen otras razones para estar preocupados sobre la conducta de la persona.

Una evaluación de amenazas conductuales de ninguna manera elude la necesidad de tener mejores leyes de control de armas. Todo lo contrario: si hubiera normas más estrictas en torno al uso de armas, sería más fácil para los equipos de evaluación mantener las armas lejos de la gente que manifiesta patrones peligrosos de comportamiento, así como evitar las decenas de miles de muertes que provocan las armas año tras año.

Sin embargo, la evaluación de amenazas conductuales sí lleva el debate sobre los tiroteos masivos más allá del diálogo sobre las armas. Es un reconocimiento pragmático del mundo en el que vivimos, un mundo donde es poco probable que pronto tengamos leyes más contundentes de control de armas y donde, aunque las tuviéramos, aún habría un estimado de cientos de millones de armas en circulación. En ese mundo, necesitamos otros mecanismos para terminar este desfile interminable de violencia masiva con armas. La evaluación conductual tal vez sea la mejor herramienta que tenemos.