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Acostumbramos ingerir alimentos a distintas horas a lo largo del día y, cuando restringimos las cantidades los tipos de comidas o la frecuencia con la que comemos, aparece una desagradable sensación en nuestra región estomacal, que refleja unas ansias de comer que se van volviendo irresistibles.
“El hambre es el primer miedo que nos viene a la cabeza cuando nos planteamos pasar muchas horas sin comer, ya que estamos acostumbrados a ingerir alimentos y a sobresaturar nuestro sistema digestivo”, según la dietista y nutricionista Carla Zaplana ‘coach’ (mentora) de salud holística certificada por el Institute for Integrative Nutrition de Nueva York.
Zaplana se refiere al hambre que puede provocar el ‘ayuno intermitente saludable’ (AIS), un método que alterna lapsos de privación de comida y de alimentación para ganar energía y salud, mejorar el descanso y potenciar la longevidad.
Pero el hambre también puede ser un serio escollo no solo para quienes ayunan sino para todos aquellos que comienzan un régimen para perder peso o desean llevar una alimentación equilibrada, opciones que implican excluir o reducir la ingestión de alimentos apetecibles pero muy calóricos o poco saludables.
Cuando el cuerpo nos pide comida a gritos
Si las ansias de comer se tornan irrefrenables pueden llevarnos a comer de manera descontrolada, ingiriendo lo primero que tengamos a mano, lo cual no siempre es la mejor elección, o a atiborrarnos de alimentos en pocos minutos para saciar el apetito arrollador.
Por eso Zaplana considera esencial preguntarse ¿qué es realmente el hambre? y aprender a distinguir el real del emocional, es decir ¿ansiamos comer por necesidad o debido al estrés?.
“El hambre real no se puede esconder porque es una necesidad fisiológica: nuestro cuerpo necesita comida”, explica a Efe.
“Cuando llevamos muchas horas sin comer los niveles de glucosa en sangre van disminuyendo, el cuerpo se alimenta de reservas de grasa y de unos compuestos denominados cuerpos cetogénicos, y van menguando unas sustancias llamadas electrolitos, imprescindibles, entre otras cosas, porque ayudan a equilibrar el agua en el cuerpo”, señala.
Explica que el hambre real (de origen fisiológico), se va gestando con las horas, provoca una sensación de vacío en el estómago (“rugen las tripas”), aparece horas después de haber comido, desaparece cuando la persona está satisfecha o llena y nos lleva a comer para satisfacer una necesidad física.
“Para controlar el hambre real, por ejemplo durante el ayuno intermitente, hay que tener en cuenta que nuestro cuerpo está acostumbrado a comer a ciertas horas y sentiremos hambre a la hora habitual en que, por ejemplo, solemos cenar, aunque ese día hayamos tenido que cenar más temprano por alguna razón”, indica.
Para calmar la sensación de hambre real, que a veces se confunde con la sensación de sed, Zaplana considera importante mantenerse bien hidratado bebiendo agua e infusiones.
“Por otra parte, si uno mantiene una alimentación saludable, el cuerpo se irá acostumbrando y adaptando paulatinamente a los cambios de horarios y a las restricciones de alimentos, los cuales deben efectuarse siempre garantizando su seguridad”, asegura Zaplana.
“Así, gradualmente, nuestro cuerpo irá aprendiendo que va a recibir alimentos a ciertas horas del día”, incide la especialista.
Sin embargo, reconoce que el hambre emocional también es una realidad, y un ‘mal’ que nos ataca a muchos de nosotros.
El hambre de las emociones
Señala que este concepto “se refiere a que recurrimos a la comida para evitar emociones incómodas, a que comemos según cómo nos sentimos, en lugar de prestar atención a lo que nuestro cuerpo verdaderamente necesita”.
“El hambre emocional (de origen psicológico) llega de repente, nos hace desear alimentos específicos, puede surgir a cualquier hora, hace que deseemos de comer aún más y saciarnos, nos lleva a comer para satisfacer el antojo y puede provocarnos sentimientos de culpabilidad o arrepentimiento”, según Zaplana.
“Cuando nos damos un “antojo azucarado”, el cerebro recibe una inyección de dopamina y las sustancias opioides que suelen acompañar a la ingesta de azúcares y grasas procesadas nos hacen sentir casi eufóricos, pero esta sensación se apaga un minuto o dos después de sucumbir a nuestro antojo”, puntualiza.
“El hambre emocional busca este estímulo constante y nos impulsa a seguir comiendo pese a sentirnos llenos, simplemente para ocupar un vacío o una «falta de», y sentirnos «arriba» en todo momento”, según Zaplana.
“Un ejemplo claro de este fenómeno ocurre en una situación de estrés mental, en la que hay una falta de tranquilidad y paz y es fácil que podamos tender a refugiarnos en la comida para adormecer esta sensación incómoda de ansiedad con el placer que nos dan las harinas y los azúcares refinados”, señala.
“Este tipo de hambre puede aparecer al sentirnos solos o aburridos y entonces podemos darle soluciones, por ejemplo llamando a un amigo o visitando a un conocido”, indica.
“También puede surgir cuando atravesamos estados de ansiedad, miedo, preocupación o incertidumbre y entonces podemos intentar controlarlo con técnicas como la respiración consciente, la meditación o el yoga, que nos ayudan a centrarnos en el presente, y dejar de pensar en el futuro y el pasado”, asegura.
“Cuando nos surge el hambre emocional por una tristeza recurrimos a la comida para llenar ese vacío, segregar ciertas sustancias cerebrales como la dopamina o tener unos momentos de “una placer casi analgésico” para adormecernos”, explica Zaplana.
Sin embargo, aunque puede ser difícil de controlar, existen métodos para conseguirlo, apunta.
Para apaciguar el hambre emocional, Zaplana recomienda practicar la respiración consciente, que consiste en tomar aire por la nariz durante 8 segundos, retenerlo durante 6 segundos, y soltar el aire también por la nariz durante 12 segundos, exhalando más aire del que se inhala para limpiar los pulmones.
“Beber agua o tomar infusiones con un toque de canela o de nuez moscada, también ayuda a calmar la sensación de vacío de origen emocional”, añade.
“Por último, cuando nos surja el hambre emocional podemos pensar en nuestro propósito a largo plazo de mejorar nuestra salud a través de la alimentación y enfocarnos en los beneficios que conllevará para nuestro organismo”, sugiere.
“Así, cuando nos asalte el ansia de disfrutar de un placer momentáneo comiendo algo dulce (un trozo de chocolate o un plátano), a la diez de la noche, pensaremos en los efectos de activar la digestión tan tarde, cuando nuestro cuerpo no está preparado para ello e interrumpiendo los procesos nocturnos de asimilación de nutrientes y depuración”, reflexiona.
“Es una manera de venerar y respetar a nuestro cuerpo y sus procesos y momentos”, concluye la nutricionista.