Las amenazas tajantes sobre construcción de muros y deportaciones masivas formuladas reiteradamente por el presidente electo durante su campaña, ponen en situación de riesgo a algo más del 30 por ciento de los casi ocho millones de centroamericanos que vivirían en el coloso del norte como “indocumentados”.
Su hipotético regreso tendría consecuencias letales para las frágiles economías de tres naciones acosadas por la delincuencia masiva, la corrupción y el narcotráfico.
Y las tendría en dos aspectos clave: el desarraigo de una población con escasas posibilidades laborales en su país de origen y la temida reducción de los envíos de divisas de los emigrantes.
El 20 por ciento del Producto Interior Bruto de Honduras, que tiene 1.2 de sus algo menos de 8.3 millones de habitantes residiendo en Estados Unidos de manera legal o ilegal, procede de las remesas de los inmigrantes.
Este año se han deportado desde este país más de 20 mil ilegales, a los que se suman los que fueron devueltos desde México, otros 40 mil que no llegaron a franquear la frontera estadounidense.
En El Salvador, un país con poco más de seis millones de habitantes, el colapso podría ser aún superior, pues cuenta con tres millones de emigrantes a Estados Unidos, muchos de ellos desde la guerra civil que asoló el país, aunque se calcula que cerca de dos millones estarían en situación de indocumentados.
El 16.4 por ciento dl PIB salvadoreño procede de la entrada de divisas de sus emigrantes, una cifra que podría verse disminuida en caso de que la nueva presidencia estadounidense aplicara algunas de las medidas migratorias anunciadas por Donald Trump.
También en Guatemala la situación sería catastrófica de cumplirse las previsiones más pesimistas, que se basan en una supuesta deportación masiva de indocumentados: las cifras oficiales estiman en dos millones los ciudadanos de ese país residentes de EE. UU, entre ellos más de 800 mil ilegales.
Las remesas suponen el 10 por ciento de los ingresos guatemaltecos, más de US$5 mil millones al año, que colaboran para mantener los recursos de un Estado agobiado por la lucha contra la maras, el narcotráfico y la corrupción que ha afectado a las más altas instituciones del Estado.
Ni los más pesimistas entre los analistas de los tres países consultados creen sin embargo que el cambio en la Presidencia suponga un freno al Plan Alianza para la Prosperidad, impulsado por Barack Obama y aprobado por el Congreso para luchar contra la violencia, el narcotráfico y la corrupción.
El 20 por ciento del PIB de Honduras, que tiene 1.2 de sus algo menos de 8.3 millones de habitantes residiendo en EE. UU. de manera legal o ilegal, procede de las remesas de los inmigrantes.
El Salvador cuenta con tres millones de emigrantes a EE. UU., muchos de ellos desde la guerra civil que asoló el país.
Cifras oficiales estiman en dos millones los ciudadanos de Guatemala residentes en EE. UU, entre ellos más de 800 mil ilegales.
Pero no se trata sólo en Centroamérica de la cuestión migratoria: la llegada de Trump a la Casa Blanca podría reactivar la “Nica Act”, una ley que impediría desembolsos internacionales al Gobierno del reelegido Daniel Ortega en Nicaragua.
La iniciativa, que ya fue aprobada por unanimidad en el Congreso, establece que las entidades financieras frenen los préstamos a Nicaragua hasta que este país celebre unas elecciones “libres, justas y transparentes”.
En Costa Rica, un país con una emigración relativamente escasa, contrasta la preocupación empresarial con la cautelosa tranquilidad del Gobierno, basada en la vigencia -e hipotética permanencia- del Tratado de Libre Comercio. EE. UU. es el primer inversor y el origen de la mayor parte de los visitantes en un país que centra su desarrollo principalmente en el sector turístico.
También en Panamá ha habido reacciones contradictorias: fuerte preocupación en el sector financiero -ya afectado por la revelación de “los papeles de Panamá”, que atribuyen precisamente a su capacidad de competir con la banca estadounidense- y la aparente tranquilidad derivada de un posible relanzamiento de su potente área logística.
El presidente electo, que calificó en su día de “estúpida” la decisión de revertir el Canal a los panameños, ubicó sin embargo en la capital su primer hotel fuera de territorio estadounidense, el “Trump Ocean Center”, una gigantesca torre en una de las zonas más exclusivas de una ciudad en la que la especulación está destruyendo a marchas forzadas el patrimonio inmobiliario histórico.