EDITORIAL

Añeja práctica con el erario

La corrupción en Guatemala, si bien ha sido el centro de un inusitado debate, es un mal endémico en nuestro sistema y el hecho de que aparezca como uno de los temas más cruciales para el fortalecimiento de las instituciones y de la democracia misma se debe al descaro y al abuso de quienes han ocupado los más altos cargos de poder.

Una de las más perversas modalidades de la corrupción, que supera con creces el irresponsable manejo de los recursos públicos, es el abuso de poder, que ha dejado una profunda huella en nuestra historia. Sin excavar tan hondo en nuestras últimas décadas se puede afirmar que ningún presidente se salva de haberse conducido de manera impropia en el manejo de los bienes estatales.

Se estima que solo en malas negociaciones, hechas por funcionarios corruptos, el país ha perdido unos cuatro mil quinientos millones de quetzales y aquí se pueden citar casos como Odebrecht o TCQ, cuyas negociaciones tienen en la cárcel a un número significativo de exfuncionarios del desaparecido Partido Patriota, mientras quienes dirigieron esos malos negocios incluso se encuentran prófugos, como es el caso de Alejandro Sinibaldi.

Hay negociaciones oscuras y lesivas para el país que no es fácil cuantificar, pero que se traducen en enormes pérdidas para los guatemaltecos, como lo ejemplifica la ola de privatizaciones encabezadas por Álvaro Arzú durante su presidencia, que dejaron un generalizado sentimiento de pérdida irreparable.

Desde esos tiempos surge ese marcado irrespeto por los bienes y los recursos nacionales, hasta llegar al extremo de contratar préstamos y empresas constructoras coludidas con inmorales funcionarios que han hecho un gran aporte en la debacle nacional, como fue el caso de la constructora brasileña, que dejó sin concluir el tramo carretero de Suchitepéquez hacia la frontera con México.

Esa canallesca acción es la que causa de que ahora el Gobierno guatemalteco anuncie que dicho trayecto sigue adelante, pero se reducirá a la mitad de su capacidad, para lo cual habrá que desembolsar otros Q300 millones, cuando ni siquiera existen acusaciones contra los diputados y los funcionarios que aprobaron ese negocio en condiciones, a todas luces, inmorales.

Esos hechos intolerables ocurren con demasiada frecuencia aquí, por eso se sospecha de cualquier megaobra, porque invariablemente esta presente la coima, al extremo de existir proyectos que una y otra vez aparecen en los sucesivos gobiernos, como ha ocurrido en Champerico, donde incluso los donativos de otros países se perdieron, como en la administración de Álvaro Colom, cuando debió construirse una dársena, lo cual no se hizo y representó la pérdida de una inversión de Q404 millones.

El problema más serio de esta red de corrupción enraizada en el Estado es que los funcionarios del Ejecutivo son los que lideran el latrocinio, los diputados los respaldan en sus perversas acciones y el poder judicial se hace de la vista gorda en negocios millonarios, en los que el único que pierde es el guatemalteco, pues con sus recursos avanza un modelo de enriquecimiento que de la noche a la mañana produce nuevos millonarios.

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