EDITORIAL

Alza de casos es una alerta real y concreta

Parece broma de mal gusto la forma deficiente en que muchas personas utilizan la mascarilla protectora a pesar del riesgo que representa la propagación de una nueva ola de covid. Es cada vez más usual ver a personas que llevan destapada la nariz y cubierta solo la boca; algunos más se la colocan como un pañuelo en el cuello y no faltan quienes simplemente no la utilizan. Imprudencias que solo evidencian falta de conciencia sobre la gravedad de la situación o franca irresponsabilidad hacia la familia, seres queridos y la comunidad en general.

No se trata de alarmismo inútil y mucho menos una campaña de psicosis colectiva con supuestos trasfondos ideológicos, algo que solo cabe en la reducida mente de grupos oscurantistas que se creen iluminados. La saturación de pacientes en los intensivos de hospitales nacionales es evidencia del creciente descuido con que se efectúan actividades cotidianas y sociales. Es probable que el ansia por recuperar la normalidad constituya un detonante temerario y discrecional que pone en peligro la vida propia y de los seres queridos.

La prevención de la multiplicación de casos del virus se encuentra en las manos y prácticas de cada persona, de cada familia y de cada entorno laboral. Utilizar la mascarilla, tomar distancia segura, evitar aglomeraciones, salir a la calle solo para lo necesario y seguir protocolos de higiene no constituyen dudas de la fe o del poder de Dios, sino poner en práctica uno de los más valiosos dones con los cuales el Creador proyectó a los seres humanos: la razón. A pesar de que el título de este editorial parecería estar relacionado con la obligación constitucional del Estado de garantizar a cada ciudadano la adecuada atención en salud, también es una invitación a ir un paso más allá en la profundización de las obligaciones sanitarias personales y colectivas. Gobernantes y gobernados tienen mucho que aportar a la salud comunitaria. Dado que se trata de un riesgo vigente, constante y de nuevo creciente, toda actitud tendente a tratar de frenar la propagación constituye una obligación legal y un imperativo ético.

Las alzas de casos y decesos registradas en Estados Unidos y Europa no dejan lugar a dudas: aunque está próxima la posibilidad de una vacunación masiva, pasarán meses antes de lograr una inmunización suficiente y generalizada. Las poblaciones más proclives a cuadros graves de covid-19 por cuestión de edad, condición cardíaca o de enfermedades preexistentes, siguen siendo las mismas. Las vías para protegerse están ampliamente difundidas y no hay forma de alegar desconocimiento, ignorancia o descuido no intencional.

Las oraciones por el fin de la pandemia se siguen elevando desde templos de todos los credos, pero a Dios nadie puede ponerle condiciones, estipularle plazos o colgarle expectativas de prodigios cinematográficos. La grandeza de un ser superior debe encerrar sobre todo una profunda confianza en el misterio de sus designios y en la buena voluntad de cada persona hecha a su imagen y semejanza.

Los anhelos generalizados por el día luminoso en que se declare bajo control la pandemia se siguen acumulando, pero solo son eso: deseos. En la dura realidad concreta de los días solo están las cifras de decesos diarios, de nuevos casos confirmados y también de recuperados. Las autoridades están obligadas a reforzar la divulgación de medidas de protección y seguridad, pero es la ciudadanía la que puede ayudar a que menos ciudadanos se contagien.

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