EDITORIAL

Ciudadanía debe ser el alma de la democracia

Una diferencia fundamental marca los conceptos de moralidad y legalidad, en referencia a la calificación de acciones humanas efectuadas en el marco de la libertad personal. Se supone que las leyes positivas deben tener un fundamento moral natural, pero no necesariamente todas son morales; por ejemplo, cuando en determinados regímenes se “legalizan” abusos contra la dignidad ciudadana, la propiedad privada o se conculcan derechos como la libre expresión en favor de los caprichos de gobernantes déspotas.

Es por ello que la democracia republicana  como sistema de administración de un país como Guatemala está asentada sobre valores universales y fundamentales, como la primacía de la persona, el derecho a la vida, a la libertad de acción dentro de un marco de respeto a los demás ciudadanos. Esa es la razón de ser de la Constitución de la República y de todo el ordenamiento legal vigente, el cual debe ser coherente con la visión nacional establecida por los constituyentes. Debe tomarse en cuenta que cuando se creó la actual Carta Magna, el país intentaba salir de una larga secuencia de gobiernos autoritarios en el contexto de un conflicto armado que cerró espacios de participación ciudadana.

Tres décadas y media después de aquel hito democrático, el sistema de representación política afronta limitaciones y lastres provenientes, sobre todo, de caudillismos enfermizos, infiltración de grupos interesados en hacer del Estado un botín y  un mecanismo de servicio social y la traición, a diversos niveles, de funcionarios que optan por un enriquecimiento ilícito a costa del erario mediante prácticas truculentas a menudo disfrazadas de legalidad pero completamente inmorales.

Guatemala no es la única en esta situación. Otros países, como  Haití, Honduras y  República Dominicana, se encuentran en la categoría de democracias calificadas de débiles, según un estudio del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral. La razón de esta categorización radica en la desconfianza ciudadana hacia el desempeño estatal, el fracaso en mejorar las condiciones de vida, la prevalencia de la corrupción y la violencia, entre varios fenómenos.

La ciudadanía vive un desencanto respecto del uso que hacen las autoridades del poder que es delegado en ellos mediante procesos electorales. Formalmente, los países tienen partidos, comicios, alcaldías, diputaciones y presidencias, pero  no hay evolución económica ni innovación administrativa, porque el principal empeño de los políticos electos ha ido en la vía de favorecer sus propios intereses y el de camarillas de allegados.

Esto no significa que el concepto democrático esté errado, puesto que cualquier otra opción constituye una sentencia a vivir bajo el despotismo o bajo la anarquía. Pero sí es un llamado al ciudadano a interesarse en auditar las acciones de sus representantes en los organismos Legislativo y Ejecutivo, en reclamar resultados tangibles, en exigir un uso probo de los recursos que aporta mediante los impuestos. Para los políticos es un apremio para enderezar sus agendas y dejar de  escudarse en legalismos y acuerdos infundados para tratar de eximirse de las consecuencias de sus actos. Deben  volver a aprender que los cargos públicos no son cheques en blanco, sino misiones de servicio; no son feudos privados, sino compromisos a la vista de todos; no son un cerco de privilegios, sino un camino de constante mejora del estado de Derecho.

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