EDITORIAL

Deuda histórica de la justicia con las mujeres

Entre los más terribles flagelos que azotan a la sociedad guatemalteca se encuentra uno que con frecuencia ocurre lejos del ojo público, resguardado por silencios miedosos que terminan siendo cómplices o accesorios de trágicos desenlaces que invariablemente llegan. No pocas veces estas historias de fondo transcurren entre fotografías felices y convivencia aparentemente armoniosas. Para mayor agravante, cuando la muerte hace su aparición en estas dantescas secuencias el sistema judicial reacciona con lentitud, si es que acaso responde.

Para las mujeres víctimas de violencia no hay reclamos airados de la cúpula del Organismo Judicial por la tardanza de sus procesos. Es más, la dilación de juicios y la ineficiencia se suman a la sombra de impunidad que reviste a buena parte de estos casos. Basta ver lo ocurrido en el caso Cristina Siekavizza, de cuya desaparición se cumplieron 11 años este mes sin que exista una sentencia, debido a un alambique de favores, conexiones e inercias perjuiciosas.

Más de dos años y medio después del terrible hallazgo de los restos de la investigadora del Ministerio Público Luz María González, en una alcantarilla de la zona 2, comenzó el juicio contra su cónyuge, Jorge Rafael Zea Mejía, presunto victimario y contra quien obran más de 200 medios de prueba y testimonios acerca de agresiones previas y angustiosos relatos de momentos en los cuales ella pedía auxilio a gritos en su domicilio. Análisis de cámaras y triangulación del celular de la víctima en las horas posteriores a la fatal agresión apuntan al acusado, quien habría intentado incinerar los restos y luego habría optado por trasladarlos desde Mixco hasta donde fueron hallados, cerca del lugar de trabajo de ella, paradójicamente una unidad criminalística del MP.

Otro caso paradigmático que exhibe las disfuncionalidades de la justicia es el de Melissa Palacios, de 21 años, cuyo cadáver apareció el 4 de julio de 2021 y por lo cual hay dos detenidos. Primero un juez intentó cambiarles los delitos, el 7 de diciembre último, y fue recusado; el 31 de enero, una abogada del denominado Instituto de la Víctima y representante de la familia Palacios recusó a la jueza designada, pero sin el conocimiento ni la aprobación de la madre de la joven, quien declaró no haber autorizado tal recusación. El caso volvió a entramparse. Se trasladó de Zacapa a Chiquimula, donde hubo otra recusación, en abril.

La percepción de impunidad es, de hecho, el mayor acicate para la incidencia de esta tortura individual y secreta, perversamente normalizada bajo falsas premisas que ciertos agresores repiten incluso frente a los indicios de culpabilidad. Solo de enero a junio de este año van 341 mujeres asesinadas. En el mismo lapso de 2021 la cuenta iba en 250: un penoso aumento que desafía a la sociedad entera.

Y si para casos de impacto que ocurren en áreas metropolitanas es notoria la parsimonia judicial, en zonas rurales la desprotección es casi total. El 12 de julio se viralizó el video en el cual un individuo identificado por testigos como Mario Pop Acté agrede brutalmente a su esposa, María Xol, y la arrastra hasta un mototaxi que aguarda afuera de la vivienda, en Raxruhá, Baja Verapaz, para luego partir con rumbo ignorado. Hasta la fecha se desconoce el paradero de ambos, pero no es difícil prever un desenlace trágico más. Detener estos actos debería ser prioridad de todo el sistema de seguridad y justicia: vecinos, familiares y sobre todo víctimas deben denunciar dichos delitos a la PNC, el MP o cualquier autoridad, con la certeza de que serán auxiliadas. Desgraciadamente, los antecedentes son de una dolosa y dolorosa lentitud.

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