EDITORIAL
En un bendecido país se tira la comida
Resulta insólito, irónico, casi ficticio, que en un país con altos índices de desnutrición crónica y aguda, en un país con extensas regiones golpeadas por la crisis alimentaria, en un país en donde hay múltiples carencias en instituciones de auxilio social, en un país en el cual a causa de la emergencia sanitaria del coronavirus hay personas pidiendo alimentos en las calles, se haya tenido que tirar a la basura camionadas de tomates, pepinos, lechugas, cebollas y otras verduras que se echaron a perder a causa del cierre nacional implementado para frenar la velocidad de propagación de la enfermedad.
Nadie tiene la culpa y, a la vez, todos formamos parte de este complejo fenómeno social, institucional y multicultural llamado Guatemala. Quizá resulta inútil especular acerca de las formas en las cuales se pudo evitar este desperdicio, que incluso forma parte —en menor escala— del ciclo de ventas de estos productos perecederos. En el basurero de La Terminal, zona 4, y otros mercados, hay a diario personas rescatando restos de vegetales. El mismo papa Francisco, durante la jornada de oración contra la pandemia, junto a líderes de otras religiones, hizo notar que en los primeros cuatro meses del 2020 murieron tres millones de personas en el mundo a causa de otra pandemia: el hambre.
En las reflexiones filosóficas y prospectivas sobre la pandemia ha sido recurrente la idea de que el mundo no volverá a ser el mismo o que este episodio histórico, con cientos de miles de fallecidos, miles de empleos perdidos y tantos planes de desarrollo truncados, deja fuertes mensajes. En efecto, han surgido nobles campañas de recolección de víveres, repartos de comida o entregas de ayuda a entidades benéficas, acciones loables que deben multiplicarse, sobre todo a escala de hogar, en donde un núcleo familiar puede identificar y ayudar a otro menos afortunado. Por la cantidad de potenciales benefactores y beneficiarios, este tipo de acción, libre y fraterna, se puede convertir en un nuevo modelo de convivencia y recuperación del tejido social, tan lastimado por extremismos, polarizaciones artificiales y discursos de personajes oportunistas.
A los vendedores no les quedó más opción que tirar el producto inservible a un alto costo económico; quizá intentaron sacarlo, y no se lo permitieron. Igual, ahora, están en apuros financieros. En algunos lugares hubo iniciativas de obsequiar la mercancía agrícola en calles y plazas, una decisión altruista frente a una pérdida inevitable. Cabe mencionar la actitud prepotente de empleados de algunas municipalidades que, so pretexto de cumplir con la ley, decomisaron o tiraron al suelo las frutas y verduras con las cuales algunos vendedores intentaban ganarse unos centavos, en carretillas de mano o en las puertas de sus viviendas. Una situación parecida ocurrió cuando la PNC impidió el paso a camiones con productos agrícolas, y con ello detonaron incidentes que bien pudieron prevenirse.
¿Puede evitarse a futuro otro tiradero de promontorios de comida en circunstancias semejantes? ¿Pudo alguna entidad del Estado prever el impacto económico en los productores y vendedores que ahora deben costear las pérdidas? ¿Cuántos tiempos de comida para hospitales, orfanatos e incluso prisiones pudieron haberse surtido? No existe respuesta, porque esos alimentos ya son basura. O quizá la respuesta es no debido a múltiples argumentos burocráticos, legalismos, contratos o excusas. Aun así, no deja de ser lamentable la paradoja y tampoco deja de ser tentador pensar en una solución constructiva y esperanzadora, aunque sea con la excusa de un apocalipsis viral.